Me encantan esos pobres apóstoles tan desabastecidos de lo importante. Eran judíos hasta la médula, conocedores de la Torá y de las tradiciones de los mayores, pero cuando están delante del Señor son como niños azorados que no saben nada, ni leer, ni hablar con Dios. Y le dicen, “enséñanos a orar”. Son como cualquier ser humano, que no sabemos cómo movernos delante del creador del mundo. En la obra de teatro “Miguel Mañara” del poeta Oscar Milosz, hay un cuadro escénico en el que el abad del monasterio habla de oración con el candidato al ingreso. Es un pasaje hermosísimo, porque ese hombre espiritual, acostumbrado a tratarse con Dios por los rincones del lugar sagrado, le aconseja que no vaya como un caballo desbocado a regalarle a Dios sus gritos. Que así se asustan hasta los ángeles y Dios se esconde. A Dios hay que acercarse después de una vida de arideces y relación constante, como la vaca que pasta hierbas amargas delante un inmenso prado. Es un relato muy hermoso, porque define la oración como encuentro de dos vidas que necesitan tiempo para encajar y saberse las heridas mutuas, las carencias, los gustos que ligan las personas.

Qué bien se entiende cuando el Señor dice a los suyos, “¿cómo el Padre os va a dar una piedra cuando le pedís pan, o un escorpión cuando le pedís un huevo?”. El problema es que nosotros, sin saberlo, pedimos serpientes, escorpiones, sapos venenosos, toros salvajes…, que mi padre no se muera, que devuelva la pierna mutilada a mi tío Jaime, que apruebe todos mis exámenes. Y el pobre Señor quiere explicarnos que la paz sólo vendrá con su presencia, no con la salud o con un expediente impoluto, que son sólo tarántulas cargadas de venenos de vanidad. Al hombre le basta con saberse con Dios, no con las piedras convertidas en pan, porque el hambre se sacia, pero Dios nunca se acaba.

No podemos hacer del Padrenuestro un mantra oriental que de tanto repetirlo entremos en un nirvana de conciencia, así no hacemos otra cosa que maltratarlo. El Padrenuestro es una oración que hay que convertir en migas y digerirla poco a poco, un día nos fijamos en “perdónanos nuestras deudas”, y aprendemos su exigencia implícita de aprender a reconocer nuestros errores, pedir perdón y analizar las posibilidades de no volver por el camino fácil de la repetición.

Aunque si quieres ir lento de verdad, párate en la palabra Padre, verás cuanta ternura hay en la posibilidad de llamar a Dios así.