El reino de Dios ha llegado a vosotros, dice el Señor. Todavía no nos hemos enterado de que ya se ha iniciado todo, el velo del templo se ha rasgado, ya no hay un más allá al que asaltar, que la cosa ha dado comienzo desde abajo. Por eso San Pablo ponía en sus cartas signos de admiración, “¡ya estáis satisfechos!, ¡os habéis hecho ya ricos!, ¡os habéis ganado un reino!”.

Y es posible que aún queden caras largas, las de quienes aspiran a otra cosa. Porque en la vida ordinaria o te haces ciudadano del reino de Dios o del reino del mundo, aquí no hay subdivisiones. Advierto que el segundo es un reino más pobre. Tiene como reglamento las pasiones (que zarandean de un lugar a otro sin encontrar nunca gusto), como meta la corrupción de cuanto existe, y la muerte como rey. Es un reino de alegrías minúsculas. El ciudadano del reino del mundo lo pasa mejor cuando se prepara para una fiesta que cuando acude a ella, ya que siempre se decepciona por la repetición de lo mismo, una y otra vez, una y otra vez.

El ciudadano de la tierra tiene miedo a morir porque se le va la vida en ello, por eso está dispuesto a comprarlo todo para no marcharse sin aprovechar las pequeñas alegrías. En el fondo el muy insensato quiere comprar la vida misma. Huye de hospitales y tanatorios para no enterarse de que su ciudadanía es menguante, de que acabarán por exiliarse de su reino, y su rey le dará el veredicto más triste para el ser humano: un final.

El ciudadano del reino de Dios lleva tanta alegría en el pecho que para él cualquier cosa es una puerta que conduce a Dios. No tiene miedo a nada, ¿a la muerte?, ¿qué es la muerte sino un enemigo cojo?, es otra abertura en la tierra que le aúpa hasta le verdadera presencia, la de su Rey. El ciudadano del reino de los cielos porta consigo la vida, y donde hay dolor pone mucho aceite y mucho vino, como el samaritano. No lleva el ansia en la cara, se le reconoce porque escucha con ganas, se ríe a solas, sabe que hay un testigo presencial en su vida. Disfruta del gran regalo que le hicieron con su ciudadanía: saber que jamás está solo. Se ve rodeado siempre de belleza, porque todo es reflejo de una belleza mayor. Es fácilmente amoldable a situaciones extraordinariamente desafortunadas, porque le importa más la compañía que la salud. Y lo mejor es que no es un espécimen extraño, todos quieren hacerse de su cuerda.

En fin, que tú decides. Recuerda que otros reinos no existen y sólo tienes una vida.