Hemos sido marcados por Cristo con el Espíritu Santo. Somos ovejas de su rebaño. Aunque, por nuestra parte, solo estemos ligados a él por una bien frágil fe que nos hace mirarle colgado en la cruz. Los hijos de san Pablo de la cruz, los pasionistas, tienen como único amor a Cristo crucificado. Mirada de amor hacia él. Todos los santos viven de esa mirada, mirada candorosa, pero fiel en su inmensa pobreza. Mirada que es fruto de esa con la que el Señor nos mira. Cruce intenso de miradas. Inmensa mirada de amor por su parte; humilde mirada de fe por la nuestra. Hemos escuchado el Evangelio, la palabra de verdad, y hemos quedado marcados. Por el oído nos penetró hasta lo profundo su mirada, y ahí nació nuestra fe. ¿Quién nos podrá arrancar de la cruz de Cristo? Todo nuestro ser queda prendido de esa mirada. La suya primero, la mía después. O, quizá, la mía primero, la suya después. No lo sé bien. Mirada la suya y la mía en explícita libertad; rotunda, inexhaurible. Mirada, la nuestra, que recompone por entero nuestro ser, el haber sido creados a imagen y semejanza del mismo Dios, y que, engañados, perdimos en los mismos comienzos, pero que ahora se hace realidad en nuestro ser de carne, a la vista del vibrante amor de Cristo en la cruz, quien nos mira con mirada trémula. Cruce de miradas de donde arranca nuestra humilde fe. Libertad absoluta de nuestra fe, prendida de esa mirada que estira de nosotros hacia él en suave suasión.

¿Cómo tendré miedo? En ese cruce de miradas he sido marcado, hemos sido marcados por Cristo con el Espíritu Santo. ¿Que es bien poca cosa? Es posible, pero, a partir de ahora, ¿cómo tendré miedo?, ¿cómo tendremos miedo? El Misterio de la cruz ha marcado nuestra vida para siempre con una mirada, la mía y la de Jesús, que ya nunca podré olvidar. Con la ayuda de eso que se me da en ese Misterio de gracia, viviré, vivirás, viviremos siempre fieles a Cristo. Permaneceremos para siempre en ese Misterio al que nos unimos por esa mirada de fe. Tan poca cosa, es verdad, mera y nuda fragilidad lo que nosotros aportamos a ese mutuo expresarse en las miradas. Pero esa suave suasión estira de nosotros para siempre. Y, ahí, en la carne trémula del Hijo, se nos da de modo definitivo nuestro ser a imagen y semejanza. ¿Cómo, pues tener miedo?

Y, sin embargo, es verdad, hemos sido durante mucho tiempo unos caguetas. Hemos tenido miedo. Quizá porque pensáramos que todo era a poner por nuestra parte. Que nuestra salvación se lograba en nosotros, por medio de nuestro esfuerzos. Con nuestras obras. Y caímos en cuenta de que no era posible. Por eso, seguramente, nos entró un miedo pánico. No nos atrevimos a abrir siquiera la boca, encerrándonos en las sacristías, para allí, bien refugiados en lo profundo de la caverna, cantar cansinos aleluyas. Pensamos que la salvación era cosa nuestra. Que a Dios llegaríamos con nuestro esfuerzo y por nuestros caminos. Y un día todo eso se hundió de modo que los sombrajos cayeron sobre nuestras cabezas. Por eso nos retiramos a posiciones más seguras; allá donde no se predicaba el Evangelio de la salvación. ¡Las cosas no son así, lo estamos viendo! ¿De qué tendríamos miedo cuando el Señor está con nosotros, cuando vivimos inmersos en su Misterio, cuando estamos marcados por Cristo con el Espíritu Santo?