Hace tres semanas peregriné con mi parroquia a Tierra Santa. La mayoría pisábamos aquellos lugares por primera vez y la experiencia no defraudó. Coincidió con la fiesta judía de la tiendas, a la que acuden miles de judíos venidos de todo el mundo.

Esos benditos parajes, sus ciudades y pueblos, sus caminos, montañas y llanos fueron testigos de la venida de Cristo a la tierra, de su vida oculta, sus milagros, sus discursos, la elección de los discípulos…

En Nazaret peregrinamos a la basílica donde el Verbo de Dios se hizo carne, después de que la humilde nazarena diera veracidad al anuncio de Gabriel y aceptara la voluntad divina: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”.

En Belén nació el Salvador, arropado por el cariño de sus padres y el calor de un buey y una mula. Allí recibió la visita de los Magos, señalado ahora por una estrella encima de donde se supone que estaba el pesebre. El príncipe de la paz nace en la ciudad de David, y viene a reconciliar a la humanidad. Visitamos el campo de los pastores, donde los ángeles anunciaron la buena nueva: “Gloria in excelsis Deo, et in terra pax hominibus bonae voluntatis”. Coincidimos providencialmente con un grupo de sacerdotes que se lanzaron a cantar a varias voces ese cántico de la nochebuena. Como afirma el Salmo de hoy, en el Mesías “Dios anuncia la paz a su pueblo”.

En Jerusalén, la ciudad sagrada, el Señor llevó su amor hasta el extremo, y entregando su vida, pasó de este mundo al Padre, llevando con Él a todos los que creemos en su nombre (como decía la primera lectura de ayer).

Junto al don de la paz, San Pablo nos recuerda hoy que Cristo trae también la unidad a todos los pueblos, pero dando un fundamento nuevo a dicha unidad. En tiempos de Jesús —igual que ahora—, la pertenencia a una nación, a una raza e incluso a una casta era un muro real que hacía distinciones entre personas, familias y pueblos. La parábola del buen samaritano expresa de modo inmejorable esa situación. El Apóstol escribe a los efesios conversos, no pertenecientes al judaísmo ni a aquella raza, y les explica la nueva vida en Cristo y ese nuevo principio de unión entre los hombres: la identificación con el Mesías, la unión por el Espíritu Santo que une a todos en un único pueblo. Es la fe la que genera una nueva humanidad.

La paz y la unidad tienen un mismo origen. Jesucristo —continua el Apóstol— “es nuestra paz: el que de los dos pueblos (judío y pagano) ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad”.

Esta gran luz que trae Cristo a toda la humanidad, la llegada de la Jerusalén celeste como ciudad del gran Rey; el Mesías, bástago del tronco de Jesé, el morador eterno del Palacio de David y el Santo de los Santos en medio de su pueblo que renueva toda la humanidad, toda esta grandeza culminada en la resurrección de Cristo, es mirada con recelo por el padre de la mentira y la división, el diablo (en griego significa “el que divide”).

Jerusalén es lugar de una gran contradicción. Donde Cristo venció y unió, parece en cambio lugar de su derrota: no parece haber paz y unidad. El signo más evidente es el muro gris de diez metros de altura que los judíos han levantado, y que visitamos en Betania. Es obra del envidioso y mentiroso: quiere seguir ocultando al mundo esa victoria, y engaña a muchos corazones levantando el muro de la raza, la religión… ¡o incluso la confesión cristiana!

En el lugar donde se levanta la basílica de la Resurrección —incomprensiblemente llamada del Santo Sepulcro—, la luz de Cristo glorioso y victorioso comenzó la nueva creación. Pero para intentar ocultarlo, el diablo se las ha arreglado para que allí la tensión entre las diferentes confesiones cristianas se haga más evidente. El diablo quiere atar la luz, taparla. Y si alguien cae en la tentación de la oscuridad, en Jerusalén acaba viendo poca armonía y demasiada disonancia. De hecho, la experimentamos en carne propia, justo en domingo: nos unimos a los franciscanos, que celebran misa a las 6:30 de la mañana, con órgano. Pero coincidía con una fiesta del rito caldeo: estuvieron toda la misa al otro lado del santo sepulcro cantando sus cantos caldeos a grito pelao mientras los franciscanos, a este lado, celebraban en rito latino con órgano. Pasó lo mismo a las 8 de la mañana, cuando los ortodoxos celebraron. Cada uno a lo suyo, creando unas disonancias musicales que simbolizan la desunión en lo más nuclear de la vida cristiana: el culto que tributamos a Dios en la liturgia sagrada.

Todo esto, que puede dar la impresión de ser un comentario negativo, en realidad quiere manifestar que tanto Dios como el diablo siguen trabajando para llamar al hombre hacia sí. El Señor lo llama a la santidad, que es unidad y paz; el otro hacia la división y el desprecio de Dios y de los hermanos. Jesucristo llama, mientras que el diablo no llama, sino que tienta. Y una tentación clara que puedes tener en Jerusalén es pensar que Jesús no ha vencido, que la división y la desunión son el corazón de aquella ciudad. Es cierto que la situación no es óptima, y que la ciudad que tendría que ser símbolo de paz por lo que sucedió en ella, se convierte muchas veces en botón de muestra de la división de razas, naciones y confesiones de fe. Pero la fe en Cristo Jesús disipa toda esa tiniebla y nos permite contemplar su victoria radiante: ¡Cristo nos ha salvado y nos ha unido!

Ahondaremos en esto el jueves próximo.

Mientras tanto, un propósito firme que tenemos que sacar: ¡Señor, hazme instrumento de tu paz! ¡Hazme instrumento para lograr la unidad!