¿Cuántas veces has oído hablar de discernir los signos de los tiempos? Seguro que un montón. El Papa Francisco, como buen jesuíta, hace alusión constante a esta práctica que hunde su raíz en el evangelio de hoy. Para discernir hay que pensar, y para pensar hay primero que observar, y para observar debemos tener un espíritu dado a la contemplación, hay que saber hacer silencio para captar bien lo que contemplamos. Hoy añadiremos algunas consideraciones complementarias a la meditación del martes.

La mejor escuela de todo eso es la oración, el trato pausado con Jesús, que se convierte en el modo más práctico de aprender a discernir los signos de los tiempos, esto es, buscar el sentido profundo de los acontecimientos que suceden en nuestra vida, alrededor nuestro o en el mundo.

Sin discernimiento no aprenderemos sabiduría, nos quedaremos en la superficie de los acontecimientos, en una constante sucesión de hechos inconexos a los que no terminamos de encontrar un sentido. Es el peligro de la tecnologifilia (¡vaya palabro!) del que advertimos el martes. Y acabaremos hablando del destino, o de los chacras, del karma o vete a saber de qué, como camino para comprender mi vida. ¡Pero si el cristianismo nos lo deja en bandeja! Nuestra vida tiene sentido porque somos hijos de Dios, y la mano providente de Dios, que es nuestro Padre, “Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo”.  Él nos ayuda a mirar nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro: ha enviado a su Hijo Jesucristo para que no caminemos a oscuras, y nos ha dado su Espíritu Santo para ello. Dios nos los ha dado todo, se nos ha dado a sí mismo y está presente siempre en nuestras vidas. No nos deja. Me dan pena tantos cristianos de barniz que no experimentan la relación con Dios como la esencia misma de la vida. Se acaban agarrando a las modas exportadas de otras culturas. Es como aceptar que el Whoper o el Big-Mac forman parte de la cultura española.

Discernir es el camino para encontrar el “logos” de las cosas, la razón, el porqué. Nuestro espíritu es de tal naturaleza que busca siempre la verdad, se pregunta por ella, la anhela y la guarda como un tesoro cuando la encuentra. De ahí que Jesucristo interrogue y azuce nuestras conciencias sobre lo que hemos encontrado en Él, en sus palabras, en sus signos. La venida del Hijo de Dios al mundo es el mayor signo de la presencia de Dios en la historia de la humanidad. Pero los hombres necesitamos discernir qué significan sus palabras, sus milagros para hacerlo nuestro. Y necesitamos ver esas palabras y milagros realizados en el siglo XXI para comprenderlo.

Con Cristo, los signos de los tiempos son aquellos que nos ayudan a comprender la victoria de Dios y la derrota del mal. Se trata de la interpretación más profunda y oculta de la historia de nuestras vidas y la de toda la humanidad. San Pablo VI, San Juan Pablo II, el Papa Benedicto XVI y ahora el Papa Francisco son las personas que mejor nos ayudan a interpretar los signos de los tiempos. Su magisterio está lleno de miradas profundas sobre lo que pasa en la humanidad. Hacemos bien en leerlos atentamente porque aprendemos ese modo tan característico que tenemos los cristianos de contemplar lo que sucede a nuestro alrededor.

Una característica del discernimiento es no ir por libre. Necesitamos la Iglesia, que como Madre, nos ayuda en nuestro camino e ilumina el sendero. La experiencia de los santos a lo largo de los siglos, la multitud de carismas y ministerios, la administración de los sacramentos, la enseñanza del magisterio, el acompañamiento espiritual, los catecumenados, los ejercicios espirituales, etc., forman parte de la identidad de la Iglesia, donde se nos da a Cristo. “Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor”. San Pablo habla de Dios y describe la Iglesia como el camino hacia Él: «Un Señor, una fe, un bautismo».

Gracias, Jesús, por ser el signo de los tiempos, la piedra de roseta para interpretar la historia; gracias por habernos dado tu Espíritu Santo que ilumina, guía y fortalece; gracias por la Iglesia Madre, nuestro hogar, en que somos queridos y amados por lo que somos.