Muchísimas personas tienden a interpretar los malos acontecimientos como castigos de Dios. Causa y efecto: si suspendo, Dios me ha castigado por algo; si enfermo, Dios me castiga por algo; si pierdo el trabajo, si no me ha tocado la lotería, si me tropiezo en la calle… Son argumentos comprensibles, pero me temo que quien así razona está todavía en el Antiguo Testamento. El pueblo judío interpreta los males como castigos de Dios por su infidelidad e idolatría. El asunto va más allá: la mayoría de religiones mantienen una relación de miedo con sus divinidades. Hay distancia, no hay confianza. Se reduce al plano contractual oficio-beneficio, que esconde el esquema moral básico de premio y castigo. La religión en realidad se convierte así en un mercado para la mayoría de fieles que la practican, que ofrecen sacrificios como una especie de tasa o impuesto para que haya prosperidad o para recuperarla, tanto en lo espiritual como —sobre todo— en lo material, como la salud. La ofrenda y el sacrificio son en el fondo un pacto de no agresión.

Encontramos ya algunos pasajes en la Biblia en que haciéndolo todo bien, siendo fieles a Dios, al pueblo de Israel le sobreviene la desgracia. Entonces ¿qué pasa? Se cae completamente el argumento: “si soy bueno, Dios me paga bien; si soy malo, Dios me castiga”. Para el mundo de la empresa funciona; para la relación de hijos de Dios, ni de broma.

Escuchemos bien al Maestro. Alude a dos episodios históricos —los Evangelios son reales, no son historietas noveladas— que habrían salido en portada hoy en todos los periódicos y en la apertura de los telediarios: el derrumbe de la torre de Siloé y un castigo ejemplar de Pilato por revueltas, tan habituales en el templo de Jerusalén. Todos conocían los episodios. Y como buenos judíos, interpretaban que los muertos estaban bien muertos porque eran unos pecadores. Castigo merecido. Dios premia a los buenos y castiga a los malos: han pagado en especie lo que le debían a Dios.

Pero Jesucristo, conocedor de los designios ocultos a los ojos de necios y superficiales, explica la muerte que sobreviene por el pecado, que es universal y que afecta a todos. Aunque no se te caiga la torre de Siloé encima, puedes estar muy lejos de Dios. Cuando hablamos de personas influyentes, famosas, o de ídolos musicales o del cine, o youtubers, podríamos pensar que son referentes porque son famosos y les va bien. Pero ¿conocemos su interioridad? ¿Son personas espiritualmente ejemplares, modelos de vida plena? Me temo que no muchos, aunque si los hay. Esa entrada en la conciencia de las personas es lo que interesa a Dios. No nos fijemos en lo externo, sino en la interioridad, donde un alma es grande o mezquina. Y para eso, debemos conocer bien a la gente.

En el sufrimiento o el dolor un alma puede estar muy unida a Dios; en la fama y la opulencia un alma puede estar muy lejos de Él. ¿Es el dolor una maldición o el dinero una bendición? Desgraciadamente la experiencia nos dice más bien lo contrario. No nos separa o aleja del amor de Dios lo que nos pasa o tenemos: contamos siempre en la mochila con nuestra libertad interior para ofrecer como hijos nuestra vida a Dios, o bien desparramarla en vanidades y caer en tentaciones sibilinas. Y eso nos puede pasar en la salud o en la enfermedad, en la riqueza o en la pobreza, en el verano o en el invierno. Lo de fuera no tiene porqué condicionar lo de dentro. Somos espíritus libres, y con libertad el Señor quiere que le ofrezcamos nuestras vidas con aquello que suceda. Es Padre, no jefe; es Maestro, no un comercial que nos manipula; es Amor, no traficante de esclavos o siervos; es Dios, no un diosecillo de hechura humana.