“El que se enaltece, será humillado, y el que se humilla, será enaltecido”. Esta es la gran enseñanza de Jesús en la liturgia de la Palabra de hoy. Pero no nos vale con admirarnos de esta frase, ni siquiera con aprenderla de memoria, siendo así de excelente y así de pegadiza, de fácil de recordar. Debemos hacerla vida. Y la pregunta es clara: ¿Qué es humillarse, como humillarse?

Humillarse no es considerarse de menor dignidad de los demás, ni doblegarse sin más a quienes desde cualquier tipo de poder (efectivo, intimidatorio, etc…) nos quieran obligar a hacer algo contra nuestra voluntad y nuestra conciencia. Humillarse aquí consiste en humillarse ante Dios como criatura ante su creador. Como María que dice en la Anunciación: “He aquí la humildad de su esclava, hágase en mi según tu palabra”. Claro que, siendo humilde ante Dios, también lo somos ante los hombres, en el sentido de que no somos inferiores en dignidad a ninguno de ellos, pero tampoco superiores. Somos iguales. Humildad es verdad, y la igualdad de todos los hombres en dignidad es una verdad absoluta que nos pone siempre en la verdad de lo cotidiano. Humildad es, en la sentencia de Jesús, lo contrario al auto-enaltecimiento, a creernos no sólo superiores a los demás, sino muchas más cosas: creernos que siempre o casi siempre tenemos nosotros la razón, creernos siempre o casi siempre inocentes ante cualquier más que aflige a los que nos rodean, etc…

Humildad ante Dios y humildad ante los hombres. Un cuento nos servirá para entender la humildad ante Dios, y una confesión nos enseñará a entender la humildad ante los hombres. El cuento del alpinista y el testimonio del patriarca Atenágoras de Constantinopla, el amigo de San Pablo VI.

El cuento: Relata un viejo cuento que cuando un hombre alcanzó el final de su vida terrena y fue conducido por una gran luz se le pidió un último esfuerzo: debía escalar una gran montaña en cuya cima podría encontrarse con su Creador. Empeñado en llevar a su subida un gran saco lleno de cosas, tardó mucho en llegar al umbral de la cima. Al no poder alcanzarla, ya a pocos metros, desesperaba. Una voz le advirtió que sólo si soltaba aquel pesado saco sería capaz de culminar la subida. Y él repuso: “no puedo, aquí llevo todos mis méritos, sin ellos mi Dios no me admitirá ante Él”. Pero Dios mismo se asomó desde la cima y mirándole con misericordia le dijo: “tus méritos, como tus pecados, son ya míos desde antes de que emprendieses la escalada. Te espero a ti, sólo a ti, porque sólo me necesitas a mi para ser salvado”.

La confesión:

“Es necesario lograr desarmarse.
Yo he hecho esta guerra. Por años y años.
Ha sido terrible. Pero ahora estoy desarmado.

Ya no hay nada que me dé miedo,
porque el “amor aleja el miedo”.
Estoy desarmado de la voluntad de hacerla nacer,
de justificarme a costa de los otros.

Ya no estoy en alerta,
aferrado celosamente a mis riquezas.
Acojo y comparto. No estoy particularmente apegado a mis ideas, a mis proyectos.

Si me hacen otras propuestas mejores,
las acepto gustosamente (…)

Lo que es bueno, verdadero, real, venga de donde venga,
siempre es lo mejor para mí.
Por eso, ya no tengo miedo.

Cuando ya no se posee nada,
no se tiene miedo
“¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (…)

Pero si nos desarmamos, si nos despojamos,
si nos abrimos al Dios-hombre
que hace nuevas todas las cosas,
entonces él mismo borra el pasado malo
y nos restituye un tiempo nuevo donde todo es posible.