Comentario Pastoral

LA DONACIÓN DE DOS VIUDAS POBRES

En el domingo trigésimo segundo ordinario, los protagonistas de la liturgia de la Palabra de la Misa son dos pobres viudas, que en su indigencia material y por su fe en Dios encarnan la primera y fundamental bienaventuranza evangélica. La viuda que ofrece hospitalidad al profeta Elías, es premiada con un milagro que remedia su necesidad; la viuda del evangelio recibe el mejor elogio de Jesús por haber dado los «dos reales» que tenía. Las dos viudas, pobres e indefensas, pero generosas y llenas de fe, son como un símbolo de la donación total de Dios y del deber que nosotros tenemos de hacer partícipes de los propios bienes a los otros.

Para entender los dos relatos de hoy es preciso tener en cuenta que las viudas eran las personas más pobres entre los pobres. En la antigüedad era impensable una mujer sola y autónoma, pues o dependía del padre o del marido. La viuda no heredaba los bienes del marido, sino que era ella parte de la herencia del hijo primogénito. Por eso, una viuda sin padre o sin hijos mayores estaba expuesta a toda clase de angustias y riesgos.

La viuda de Sarepta solamente tenía un puñado de harina y un poco de aceite en la alcuza. Elías le pide un extraordinario acto de caridad: darle a él lo que le quedaba como último alimento para subsistir. Y ella cree en la palabra del profeta, que es portador de la promesa del Señor; por eso es premiada con la abundancia del don prometido y ya no le faltará nunca harina ni aceite.

El evangelio nos narra el gesto furtivo de otra viuda que echa en el cepillo del templo dos reales, todo lo que tenía para vivir. Jesús observa la escena y pone de relieve la vanagloria de los ricos y sus ofrendas sonoras frente al amor que expresa el óbolo insignificante de dos pequeñísimas monedas. Lo que Cristo resalta es el valor enorme de esta ofrenda y la intención que la acompaña. Los demás han dado lo superfluo, lo que les sobraba; la viuda, en su pobreza, dio todo lo que tenía para vivir, dio lo necesario.

Dios no es un Dios de cantidades, sino de calidades. No calibra el exterior. Quiere corazones y voluntades. El amor no se mide desde la cantidad económica sino desde la calidad interior. Lo importante es la donación de sí mismo. Por eso cuando damos lo que «necesitamos para vivir» estamos entregando no sólo lo nuestro, sino a nosotros mismos. Repetimos y prolongamos entonces la acción de Cristo que salva con el sacrificio y ofrenda de sí mismo.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Reyes 17, 10-16 Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10
Hebreos 9, 24-28 san Marcos 12, 38-44

 

de la Palabra a la Vida

No es suficiente reconocer que en la vida se suceden multitud de contrastes para que podamos quedarnos tranquilos con lo que vemos. Decir que hay gran variedad de colores, gustos, posibilidades, etc… en cualquier ámbito de la vida, no soluciona la problemática de la vida misma. Los contrastes deben ser interpretados para comprender lo que nos quieren decir.

Entre aquellos escribas de los que habla Jesús en el evangelio de hoy y la viuda pobre hay contrastes. Y no basta con reconocerlos, hay que saber cómo los interpreta Jesús, para no hacer nosotros una interpretación interesada, sesgada, de lo que sucede.

Cuando la Iglesia se acerca al final del año litúrgico, cuando hemos recorrido casi entero este ciclo de Marcos, la analogía nos lleva siempre al final de la vida: ¿Cómo tenemos que llegar al final de la vida? Habiéndolo dado todo. Conviene llegar con poco para dar, porque la vida nos ha servido para darla, para darlo todo, para no reservarnos, para no buscarnos a nosotros mismos. Porque quien se ha buscado a sí mismo aparenta mucho, llama la atención, atrae, pero, ¡cuidado! La viuda, por el contrario, pide contemplación, mirarla bien. Ella lo ha dado todo y aún así mantiene la fidelidad. Y, aunque da poco en cantidad, da mucho en fidelidad, y esa fidelidad se convierte en reflejo de la fidelidad de Dios.

Por eso, el contraste, la variedad, de por sí no dicen mucho, más allá de una belleza o no primera, dicen si se ordenan, si se entienden, si se interpretan bien y Jesús aclara lo que quiere decirnos. Por eso, la fidelidad de la viuda manifiesta a un Dios que se ha dado a lo pobre, a lo pequeño, a lo despreciable, y que busca permanecer unido a ello para hacerlo más bello.

He ahí entonces, la santidad. Se puede perder mucho, muchísimo en la vida, pero no se puede perder la unión con el Señor. Se puede perder el dinero, las posesiones, la fama, la salud, o las pequeñas libertades, pero en todo caso ha de mantenerse la unión con el Señor, que es a la vez una unión con su pueblo, manifestado aquí en el Templo, el lugar santo. Cuando al cristiano le toca experimentar la pobreza, la indefensión, la soledad, porque siempre en la vida toca pasar por estas experiencias, uno siempre puede hacer un óbolo aparentemente pequeño en contraste con otros mucho más llamativos, pero grande, inmenso a los ojos de Dios, que consiste en seguir confiando en Él. Eso es lo que vemos en la mujer viuda de la primera lectura. Confiar en Él no consiste en que, en el último momento arregle mi situación y me haga pasar a lo que veo en contraste, significa saber que esa unidad no la voy a perder porque Dios la va a mantener. Confiar en Él no es un arreglo para este mundo, sino en una comunión eterna, en toda circunstancia, en el
tiempo y sin el tiempo.

Llegando al final del año, al final del tiempo, al final de lo que tengo y de lo que he considerado mis riquezas, las que fueran, en esta vida, con mis dos monedas muestro que sigo confiando en el Señor, en que Él no se va a separar de mí.

En la liturgia de la Iglesia, el cristiano experimenta que se encuentra ya en el principio de ese final, y su humanidad son esas dos monedillas con las que se reconoce y se alaba a Dios, con las que se le agradece y se le pide comunión, comunión, comunión: no separarse ante el final, manifestar ante todo su fidelidad. Así, en ese contraste, se hace visible el sentido de la vida, el sentido de lo que hemos recibido.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Es necesario, por otra parte, que las expresiones de la piedad popular pongan de manifiesto el valor primario y fundamental de la Resurrección de Cristo. La atención amorosa dedicada a la humanidad sufriente del Salvador, tan viva en la piedad popular, se debe unir siempre a la perspectiva de su glorificación. Sólo con esta condición se presentará de manera íntegra el designio salvífico de Dios en Cristo y se captará en su unidad inseparable el Misterio pascual de Cristo; sólo así se trazará el rostro genuino del cristianismo, que es victoria de vida sobre la muerte, celebración del que «no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22,32), de Cristo, el Viviente, que estaba muerto y ahora vive para siempre (cfr. Ap 1,28), y del Espíritu «que es Señor y dador de vida».

– Finalmente es necesario que la devoción a la Pasión de Cristo lleve a los fieles a una participación plena y consciente de la Eucaristía, en la que se da como alimento el cuerpo de Cristo, ofrecido en sacrificio por nosotros (cfr. 1 Cor 11,24); y se da como bebida la sangre de Jesús derramada en la cruz para la nueva y eterna Alianza, y para la remisión de todos los pecados. Esta participación tiene su momento más alto y significativo en la celebración del Triduo pascual, culminación del Año litúrgico, y en la celebración dominical de los sagrados Misterios.

(Directorio para la piedad popular y la liturgia, 80 II)

 

Para la Semana

Lunes 12:
San Josafat, obispo y mártir. Memoria.

Tit 1,1-9. Establece presbíteros, siguiendo las instrucciones que te di.

Sal 23. Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor.

Lc 17,1-6. Si siete veces viene a decirte: «lo siento», lo perdonarás.
Martes 13:
Tit 2,1-8.11-14. Llevemos una vida piadosa, aguardando la dicha que esperamos y la manifestación del Dios y Salvador nuestro, Jesucristo.

Sal 36. El Señor es quien salva a los justos.

Lc 17,7-10. Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer.
Miércoles 14:
Tit 3,1-7. Andábamos por el camino equivocado, pero según su gran misericordia nos salvó.

Sal 22. El Señor es mi pastor, nada me falta.

Lc 17,11-19. ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?
Jueves 15:
Flm 7-20. Recíbelo, no como esclavo, sino como hermano querido.

Sal 145. Dichoso a quien auxilia el Dios de Jacob.

Lc 17,20-25. El reino de Dios está dentro de vosotros
Viernes 16:
2Jn 4-9. Quien permanece en la doctrina posee al Padre y al Hijo.

Sal 118. Dichoso el que camina en la voluntad del Señor.

Lc 17,26-37. El día que se manifieste el Hijo del hombre.
Sábado 17:
Santa Isabel de Hungría, religiosa. Memoria.

3Jn 5-8. Debemos sostener a los hermanos, cooperando así en la propagación de la verdad.

Sal 111. Dichoso quien teme al Señor.

Lc 18,1-8. Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan.