Martes 20-11-2018, XXXIII del Tiempo Ordinario (Lc 19, 1-10)

«Entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad». Jesús se pasó casi todo su ministerio público caminando de aldea en aldea, de ciudad en ciudad. Subió tres veces a Jerusalén, atravesó en muchas ocasiones el mar de Tiberíades, recorrió Galilea y Judea de punta a punta… y pudo así ser visto y escuchado por miles de personas. Pero ahora todo es distinto. Nos encontramos ya en los últimos capítulos que el evangelista Lucas dedica a la vida pública de Jesús, antes de su Pasión. De hecho, llevamos escuchando desde hace varias semanas la última subida del Señor a Jerusalén, subida que culminará con su muerte en la Cruz y su Resurrección. Jesús se encamina derecho a la Ciudad santa a morir y sabe su vida terrena acabará ahí. Esta es la última vez que pasará por Jericó, ya no habrá una siguiente. No habrá una segunda oportunidad para que le vuelvan a ver los habitantes de esta ciudad. Conviene que pensemos que en muchas ocasiones Jesús, como los trenes de la vida, pasa una sola vez. En verdad podemos decir que para aquellos hombres era ahora o nunca. Jesús lo sabía -¡así lo quería!- y busca encontrarse con una persona en particular.

«Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». La curiosidad movió a aquel rico publicano a subirse a una higuera para ver a Jesús. La curiosidad, y un deseo interior que le apremiaba. Ciertamente, Dios movía ese corazón desde dentro y lo alentaba y dirigía con suavidad para provocar el encuentro con Él. «Nadie viene a mí, si mi Padre no lo atrae», dijo el Señor en una ocasión. Es verdad que en muchas ocasiones Jesús pasa sólo una vez, pero por eso Dios siempre da la gracia para reconocer a ese Cristo que pasa. Y, así, las miradas de Zaqueo y de Jesús se cruzaron. «Hoy tengo que alojarme en tu casa». Fíjate en ese «hoy». La salvación se ofrece hoy, aquí y ahora, porque Cristo está pasando a tu lado. El ayer ya ha pasado, déjalo en las manos de la misericordia de Dios. El mañana no ha llegado todavía, abandónalo en la Providencia amorosa del Padre. El tiempo de los cristianos es el hoy. Hoy es el tiempo de la salvación. Hoy Jesús pasa a tu lado, hoy quiere alojarse en tu casa, hoy quiere entrar en tu vida, hoy te invita a ser de sus discípulos.

«Hoy ha sido la salvación de esta casa». Si hoy es el tiempo en que Jesús ofrece su salvación, hoy es el tiempo en el que tenemos que aceptarla. Recuérdalo, Jesús pasa una sola vez, mañana ya se habrá marchado de Jericó. Por eso, no valen las excusas, no vale el “mañana”. Así lo canta de una manera admirable el sacerdote y poeta Lope de Vega:

 

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta, cubierto de rocío,

pasas las noches del invierno oscuras?

 

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

 

¡Cuántas veces el ángel me decía:

«Alma, asómate ahora a la ventana,

verás con cuánto amor llamar porfía»!

 

¡Y cuántas, hermosura soberana,

«Mañana le abriremos», respondía,

para lo mismo responder mañana!