Viernes 23-11-2018, XXXIII del Tiempo Ordinario (Lc 19,45-48)

«Entró Jesús en el templo, y se puso a echar a los vendedores». Después de un largo camino desde Galilea, Jesús ya ha llegado a Jerusalén. Inmediatamente, en cuanto entra en la Ciudad santa, se dirige derecho al templo. El templo era el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Allí tenían lugar los sacrificios y las oraciones más importantes, por los cuales el pueblo se presentaba ante su Señor y el Señor bendecía y santificaba a su pueblo. Así lo pidió el mismo Salomón el día de la consagración del primer templo: «Que tus ojos, Dios mío, estén abiertos, y tus oídos atentos a la oración que se haga en este lugar». Cada día, un sinfín de sacerdotes y levitas dirigían un culto esplendoroso y majestuoso, con el objeto de implorar de Dios la misericordia y el perdón. Dentro del Sancta sanctórum, el santo de los santos, habitaba la gloria del Dios Altísimo. Sólo el sumo sacerdote, en el gran día de la expiación, podía entrar allí para impetrar el perdón de todos los pecados de Israel. El templo, era en definitiva, el centro de la vida para un judío.

«Escrito está: “Mi casa es casa de oración”; pero vosotros la habéis convertido en una cueva de bandidos». A su llegada, Jesús realizó uno de sus signos proféticos más vistosos y controvertidos. Sin mediar palabra, empezó a volcar las mesas de los cambistas con todas sus monedas y, con un azote de cordeles, se puso a expulsar a todos los que transportaban animales por el atrio del templo. La casa de Dios se había convertido en un mercado, en una feria. El lugar del culto parecía casi una taberna. Yo no sé si Jesús no haría lo mismo en muchas de nuestras Misas dominicales… La iglesia es «la casa de Dios y la puerta del cielo», un lugar de silencio, recogimiento y oración. Pero en muchas ocasiones, se parece más bien a una reunión de un club social, una comunidad de vecinos, un folklore ruidoso o un ritualismo vacío. Quizás es bueno que nos preguntemos, ¿es para mí el templo la casa donde habita Dios? ¿Es para mí un lugar de oración? O quizás soy uno de esos bandidos a los que tendría que expulsar Jesús. Y esto se demuestra con muchas actitudes concretas: ser puntuales para nuestro encuentro con Dios, no comportarse de cualquier manera, vivir la Misa como un momento de oración y recogimiento, vestir con decencia dentro del templo, colaborar con el mantenimiento de mi parroquia…

«Todos los días enseñaba en el templo». En el fondo, lo que Jesús quiere mostrar con la purificación del templo es que Él es el verdadero templo, el verdadero lugar de la presencia de Dios entre los hombres. En Él nos encontramos con Dios. Y Él se ha quedado con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo, en la Eucaristía. Por eso, en cada Misa nos acercamos un poco más a Dios. Y cuando rezamos en silencio ante el sagrario, hablamos de verdad con el Señor del Universo. No podemos olvidar para qué la Iglesia ha construido templos e iglesias, para que sean en el mundo «la casa de Dios y la puerta del cielo». Creo que no nos vendría nada mal recuperar el sentido sagrado y respetuoso de nuestros lugares de culto, comenzando por nuestra actitud personal. ¡Que se note que vamos a encontrarnos con nuestro Dios! Y esto no debe de ser algo de poca importancia, vista la actitud de Jesús con los que convierten la casa del Padre en una cueva de ladrones.