«Consolad, consolad a mi pueblo», dice el nuestros Dios a través del oráculo del profeta Isaías que nos regala la Iglesia en la liturgia de hoy.

Estas palabras son expresión clara del anhelo, del celo de Dios, por su pueblo, a quien quiere para sí, pero no por sórdido egoísmo, sino porque sabe que sólo Él puede llevarnos a la plenitud que nuestro corazón desea.

Ojalá hayas experimentado cómo Dios te ha consolado más de una vez. Si no ha sido así, anímate a tomar en serio las palabras de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré». Y, si eres consciente de cómo el Señor entra en nuestras vidas para regalarnos el consuelo, entonces estás preparado para recibir el mensaje de Isaías: consolar a los demás. Y es que, efectivamente, eres instrumento elegido por el buen Dios para llevar ese consuelo que llevas en el alma a quienes no lo han conquistado todavía.

Y el motivo para hacerlo no es otro que corresponde al amor a Dios y entregarse, como María, a Su voluntad (la frase última de Jesús en el Evangelio de hoy es palmaria: «no es voluntad de vuestro Padre que se pierda ni uno solo de estos pequeños»). Y, cómo no, vivir la caridad, también, en su dimensióna horizontal. A cuidar ambas dimensiones nos llama el Señor y, para ello, nos regala, a todos, el ministerio de servir a los demás.

Hoy es un buen día para estar atentos a nuestro alrededor y pedir la luz del Espíritu para detectar qué realidades deben ser cristianizadas o, lo que es lo mismo, consoladas. Pero, más allá de realidades, lo importante son las personas: ¿cómo anda mi prójimo del consuelo de Dios?, ¿vive de ello o no? Si de verdad viviéramos esto todos, el mundo cambiaría radicalmente.