Seguimos meditando las palabras del libro de Isaías: «Esto dice el Señor, tu libertador, el Santo de Israel: «Yo, el Señor, tu Dios, te instruyo por tu bien, te marco el camino a seguir. Si hubieras atendido a mis mandatos, tu bienestar sería como un río, tu justicia como las olas del mar, tu descendencia como la arena, como sus granos, el fruto de tus entrañas; tu nombre no habría sido aniquilado, ni eliminado de mi presencia».

Parece que el Señor nos está echando en cara el propio pecado, que es el no haber atendido a sus mandatos. Habrá gente que lo entienda así, pero lo cierto es que se nos ha dicho eso… pero mucho más. Primero, se nos ha puesto una ley natural que nos dice que la plenitud del hombre, nuestra felicidad, está en cumplir sus mandatos. Por lo que, en lugar de echarnos en cara nada, se nos está diciendo, más bien: «ahí lo tienes. Sé feliz». Y, además de esto, Jesús ha instituido un sacramento que nos pone siempre en camino, que nos vuelve a colocar en el punto exacto en que nuestro corazón se desvió: la confesión.

La confesión es un acto de amor; de delicadeza de amor. Es lavarle los pies al Señor con nuestra contrición como esa mujer conmovedora del Evangelio que le lava los pies con sus lágrimas y su cabello. Es decirle que le queremos a pesar de que le olvidamos, de que tratamos mal a sus hijos, de que nos tratamos mal a nosotros mismos. El alma delicada, como el marido o la mujer delicada, está atenta a las pequeñas cosas y las valora. Sabe decir te quiero cuando toca. ¡Confesarse es decirle al Señor que le queremos! El alma ruda, sólo piensa en sí misma y vive de mínimos. Y aquí se mete tantas veces la soberbia… que nos lleva a no ver nuestros pecados. La confesión es una de las mayores armas contra la soberbia, que es el pecado del demonio, según tantos Padres de la Iglesia.

La Penitencia exige varios actos de humildad: hacer examen de conciencia, sinceridad al acusarse de los pecados, superar la vergüenza y obediencia al cumplir la penitencia. Y las advertencias del sacerdote, muchas veces, intentarán aletargarnos de esa anestesia vital del alma que tanto agrada al demonio.

Y, si antes hemos dicho que la Confesión es lavar los pies al Señor, también es lo contrario, pues, en este sacramento, el Señor derrama gracias especiales sobre nosotros. La confesión frecuente, también, de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo y a progresar en la vida del Espíritu. Es un contacto con la misericordia de Dios que nos impulsa a ser misericordiosos, como rezábamos el otro día.

¡ÁNIMO y a buscar los brazos de Dios con una buena confesión antes de la Navidad!