El ser humano más fiel a su vocación es el que se pone de rodillas. El alma del hombre que se arrodilla busca la profundidad, no la altura, la altura es cosa de la vanidad. Busca hacia dentro, no quiere ponerse de pie para que todos lo vean, sino ejercitarse como el perro, que huele el tesoro del hueso en la arena y escarba con pasión. Porque el hombre que se arrodilla busca más adentro, más adentro, donde está Dios, que Dios no necesita miradas hacia arriba.

El hombre que se arrodilla no reza a Dios porque tenga miedo a las tormentas o a los devaneos de la incertidumbre cotidiana, y pide desesperado que venga Dios en su ayuda porque la vida se le va de las manos. Así se ponen de rodillas los locos, no los de corazón cuerdo. Los cuerdos se ponen de rodillas porque han encontrado la matriz de su alegría, un Niño que descansa en este día de Navidad entre animales de establo. Y ese Niño, encontrado como el hueso del perro fiel, da toda la anchura a la existencia. Incluso da sentido a lo más difícil: a la urdimbre de las relaciones humanas.

Por fin el hombre es capaz de ponerse de rodillas ante una realidad que lo comprende enteramente. Un Dios que se pone a la medida de nuestro planeta y se acuerda de que somos pobres, necesitados de sentido, porque las urgencias nos dejan vacíos, más enfermos.

Y voy más allá, no digo “estar de rodillas”, sino “caer de rodillas”, porque sólo reza quien cae de bruces ante la presencia de Dios. El novio hinca la rodilla ante la mujer con la que se casará, y le promete envejecer con ella. Lo bonito de arrodillarse ante la persona amada es que hay una promesa insólita, la de estar siempre ahí, incluso cuando aparezcan los cambios, “te prometo fidelidad en cada faceta de nuestros cambios”. Y eso también se lo decimos al Señor, “Señor, te prometo fidelidad en el barullo de los cambios que vendrán”.

Etty Hillesum, la judía de la que Benedicto XVI hablaba maravillas, se arrodillaba en el baño de su piso, no le importaba el lugar, sabía que Dios estaba allí donde el hombre se encontrara. Cuando rezamos con nuestro cuerpo, poniéndolo a la altura del suelo, es cuando Dios nos entiende, porque ve que nosotros, los pobres, vamos de veras.