Qué poco se nos cuenta en la Escritura del anciano Simeón, bueno, qué poco se nos cuenta en la vida de casi nadie. Los seres humanos apenas llegamos a conocernos, qué poca es una vida para revelarse. A veces sencillamente chocamos los unos con los otros o tenemos conversaciones estimulantes, pero conocernos como Dios nos conoce, vernos como Dios nos ve, es un privilegio que se nos escapa. Es una pena perdernos, como el que pierde un tesoro valioso. Qué mal se nos da la convivencia, esa oportunidad de saber los unos de los otros. Recientemente leí un testimonio muy triste de un esposo anciano, “nunca he llegado a ninguna parte con mi mujer. Ni he podido contarle lo que realmente me preocupaba. He tenido que invertir todo mi tiempo en empezar desde el principio. Piensa que no hay más, que ya he acabado de hablar cuando apenas he dado el primer paso”. Estas cosas suceden. La gran sorpresa de llegar al otro lado de esta vida, cuando la muerte se convierta en una puerta estimulante, será el desvelamiento personal definitivo. Seremos por fin nosotros mismos, estaremos tan desnudos como en el Paraíso, con ese sentido primigenio de ser íntegramente respetados y queridos por el Amor más grande.

Pero estos días celebramos la Encarnación del Verbo, eso significa que ya aquí tenemos capacidad de entendernos unos a otros, porque Él habita en el corazón del mundo, con esa modestia que le es tan propia: en la Eucaristía, en los enfermos, en las palabras de los niños… ¡La convivencia es posible! El Señor pide que vivamos esa “nueva vida” entre nosotros porque Él puede ayudarnos a “armarla”, como dicen los argentinos. Hoy me he tropezado con un amigo que no veía desde hace algún tiempo. Nos damos un abrazo y lo primero que hace es enseñarme en la pantalla de su móvil la foto de sus tres hijos. Me parece espléndido, pero yo hubiera querido una conversación larga sobre su mujer, de ella no me habló y resulta que ella es el reto de su vida. Siempre quiero que los matrimonios me cuenten sus conversaciones, sus microcosmos de luchas y logros, porque me apetece ver cómo Dios trabaja las relaciones y los hace crecer.

Pero hoy es el día de Simeón, del que decía que se nos cuenta bien poco en el Evangelio, pero sí lo suficiente como para tener un retrato de su alma: “era justo y piadoso, esperaba el consuelo de Israel y el Espíritu Santo estaba en él”. Madre mía, no se puede decir tanto de una forma tan condensada. Quizá el reto de la convivencia entre los seres humanos sea el conseguir un perfil como el de Simeón. Hombres y mujeres de Dios, llenos de esperanza, justos, enamorados hasta la médula, llenos del Espíritu Santo. Y eso se logra pasando tiempo en conversación con el Único capaz de pulverizar nuestro narcisismo.