Los fragmentos que vamos leyendo estos días de la primera carta del apóstol san Juan describen el corazón mismo de la novedad más radical que ofrece el cristianismo: la manifestación de un amor determinado que sólo se da en Jesucristo de modo pleno. Ayer afirmamos que el amor cristiano no es cualquier tipo de amor. No basta cualquier tipo de amor, pues éste puede ser descrito y definido de muy diversos modos.

De hecho, la cultura actual experimenta una deriva hacia ningún sitio a la hora de proponer la vía del amor como esencia de la vida humana, la vida de las personas y los proyectos que hacen a largo plazo: unas veces encierra el amor en el puro sentimentalismo, que es tan estéril para construir el proyecto de una vida entera como breve lo que dura la intensidad de la experiencia amorosa; otras se encierra el amor en el mero instinto animal ligado a la generación de la especie y queda reducido a una genitalidad arbitraria y omnipresente que erotiza la cultura deshumanizándola por rebajarnos al nivel del simio, haciendo que las personas no sean amadas sino usadas; otras se idolatra el amor a uno mismo divinizando la autodeterminación, la autonomía, proyectando el individualismo como la gran autopista hacia la plenitud de la propia vida.

Con todas estas taras del amor vagando por las conciencias consumistas e individualistas, Bauman se atrevió a describir las relaciones amorosas —interpersonales, dice él— de la cultura actual como un “amor líquido”, que no tiene forma, es cambiante, amoldable, vive del “carpe diem” porque no mira al futuro. Carece de consistencia y no puede construir algo duradero y estable, para toda la vida.

Es un amor que parte del “yo”, del sujeto, de la propia experiencia, y que encuentra así su propia limitación: yo, mi, me, conmigo. Innumerables veces en la historia de la humanidad se han repetido estos vaivenes amorosos y estas reducciones de un modo u otro. Por eso, viendo el Señor que andamos como indigentes en lo que respecta al amor verdadero, tuvo misericordia de nosotros y vino a enseñarnos a amar, sanando el amor humano y revelando su fuente y su naturaleza.

El apóstol Juan nos da hoy una clave para entender con más profundidad el amor: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados”.

La medida del amor no soy yo, no es mi experiencia amorosa, puesto que no soy la fuente del amor: la fuente es otra. Yo amo porque alguien me ha amado antes. Yo no soy el origen del amor: mi amor es una respuesta a un amor primero, al que todo debo y del que depende el sentido de mi vida y la plenitud de mi experiencia amorosa.

Otras personas me han amado antes, y eso despierta en mi la capacidad de amar. Es el amor de los padres cuando engendran un hijo. Descubrir que existo porque soy amado le da un sentido a mi vida: sólo cuando comprendo lo importante que soy para alguien descubro la grandeza de mi vida. Y si ese alguien es Dios, el valor de tu vida se eleva a niveles insospechados. Esta meditación y contemplación de sentirse amado por Dios desatasca muchos apuros afectivos en que nos metemos por nuestros pecados.

El amor precede a la existencia: porque somos amados, venimos a la existencia. La existencia no precede al amor, sino al revés.

Termino con una frase de santo Tomás de Aquino: “la vida del hombre consiste en el afecto que principalmente le sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción, y de esto quiere tratar especialmente con sus amigos” (Suma Teológica II-II, q. 179, art. 1).

¡Ojalá ese afecto principal sea hacia Cristo! ¡Ojalá hablemos de ello con nuestros amigos!