El lunes contemplábamos de la mano de San Mateo el inicio de la vida pública de Cristo (Mt 4,2-17.23-23). Fue en Cafarnaún, apenas un pueblecito al norte del Mar de Galilea. En el Evangelio de ayer (Lc 4,14-22), Jesús se puso en pié y leyó en la sinagoga de Nazaret “Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres”. Lo pone en práctica comenzando su tarea mesiánica en una aldea, no una ciudad importante; y en Galilea, que tampoco es la región más destacada de Israel. Además, allí elije a los primeros apóstoles (Lc 5,1 ss), que son oriundos del lugar, nada famosos, ni cualificadamente intelectuales o políticos.

Más adelante subirá a Jerusalén, la gran ciudad de Israel, el corazón político y religioso del mundo judío, lugar del gran templo. Allí continuará su predicación del reino de Dios y hará igualmente milagros que dejan a unos boquiabiertos y a otros con ganas de matarle, como finalmente sucedió al igual que tantos profetas antes en aquella ciudad santa.

Pero los comienzos son humildes. Esta discreción que pone Cristo al inicio de su vida pública van acompañados también con otros detalles como la conclusión del evangelio de hoy (Lc 5,12-16): ante la fama que va teniendo en la región, “Él, por su parte, solía retirarse a despoblado y se entregaba a la oración”.

Estas consideraciones nos llevan a contemplar la vida cotidiana como un lugar de encuentro con Dios. Frecuentar el trato con Él, ser íntimos suyos, no es reservado para los expertos, o los aventajados, o los doctores. El Evangelio comienza su anuncio de modo sencillo por parte de Cristo; y su recepción se ha de realizar en esas mismas condiciones: la sencillez.

Un obispo no está más cerca de Dios que una madre de familia sólo por el hecho de ser obispo; un cristiano anciano, lleno de experiencia, no necesariamente aventaja a un joven en su amor de Dios. El Señor esparce su palabra a granel y no crece toda del mismo modo. Los corazones sencillos y humildes avanzarán siempre más en el camino hacia Dios porque se asemejan más a Él.

Para los que somos más orgullosos y soberbios, hoy es un día maravilloso para pedirle sencillez de corazón y grandeza de alma para que su palabra cambie más rápido nuestro duro corazón. Tenemos ante nuestros ojos a quien puede hacer ese milagro, igual que pudo curar al leproso.

Tres testigos cita san Juan dando fe de la divinidad y el poder de Jesucristo (1Jn 5,5-13): el Espíritu Santo, la sangre de la pasión de Cristo y el agua que brota del costado (aludiendo al bautismo). Son los testigos por antonomasia que nos llevan a confirmar que Jesús es Dios, el Mesías, y que su palabra y su testimonio es verdadero, lleno de vida eterna. Ante Cristo, abajemos nuestros orgullos y autosuficiencias; seamos sencillos y humildes para recibir en tierra fértil la semilla del Evangelio.