Comenzamos considerando lo que dice hoy el apóstol San Juan y, apoyado en él, ha profundizado la tradición de la Iglesia durante dos milenios, han vivido los santos y se ha plasmado en la actualidad en el Catecismo de la Iglesia Católica: la existencia de pecados de muerte. San Juan evangelista es quien expone esa doctrina, sobre la cual los Padres y teólogos —apoyados en otros muchos textos de la Escritura— desarrollarán exposiciones preciosas que hablan de la gracia sanante de Cristo, que ha muerto por nosotros para redimirnos de los pecados. El mismo evangelista ha tratado antes sobre el don de la gracia y la inhabitación del Espíritu Santo, el amor de Dios que es don, y que mediante la fe en Cristo, del cual es testigo, nos otorga la misma vida divina: es el amor de Dios del que está hablando durante el capítulo 4 de su carta. El apóstol Juan desarrolla una teología preciosa de la vida cristiana.

San Juan afirma: “Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no es de muerte, pida y Dios le dará vida —a los que cometan pecados que no son de muerte, pues hay un pecado que es de muerte, por el cual no digo que pida—. Toda injusticia es pecado, pero hay pecado que no es de muerte”.

Inmediatamente vienen a la mente las palabras de Cristo sobre la blasfemia contra el Espíritu Santo (Mc 12,31-32); en Hebreos 6,4-8 se alude a la idolatría como pecados imperdonables. Está claro que hay actos humanos que cierran consciente y voluntariamente de tal modo la acción de la gracia o su recepción que generan muerte, pues se cierran a la vida de Cristo. Sobre todo por la persistencia de una actitud orgullosa que reniega del perdón porque no reconoce mal en la idolatría. San Juan por eso indica que la oración es estéril en ese caso: es incompatible la amistad divina con ciertas actitudes y comportamientos humanos.

Pero cuando el orgullo se derrumba y se es consciente del mal, hasta el pecado más grave se puede perdonar. Dios lo puede perdonar todo, con tal de que haya un arrepentimiento sincero. Por eso la Iglesia pide por todos, especialmente por los que necesitan más de la misericordia divina, y que pueden vivir cegados por el orgullo.

En un orden más amplio, la tradición acuñó el término de pecado mortal a algunos actos que son incompatibles con la santidad propia de la vida cristiana, y que requieren del sacramento de la reconciliación para su perdón. Puede venir bien leer los puntos 1854-1864 del Catecismo de la Iglesia Católica.

Algún clérigo me ha explicado que lo de pecado mortal es una expresión del pasado, rancia; que la doctrina actual de la Iglesia ha cambiado; incluso algún aventurado ha intentado convencerme que la misma existencia del pecado en realidad son sólo debilidades humanas y esa doctrina de pecados mortales un invento medieval; basta confesarse con Dios, o bien reducir el sacramento del perdón a los Kyries de la Misa.

Yo me quedo muy triste con esas cosas. Lo primero y fundamental, porque como sacerdote tengo la evidencia de que esa persona —clérigo, consagrado o laico— no recibe como debe el sacramento de la reconciliación, que ya es un drama en toda regla teniendo en cuenta el tesoro liberador que supone el encuentro con el perdón sacramental de Dios. Y unido a esa máquina de tren, es fácil enganchar una serie de vagones nada buenos: la ignorancia de la Escritura y de la experiencia de los santos; la reducción de la vida y gracia de Cristo a un subjetivismo o peor aún, al sentimentalismo; y sobre todo el orgullo que impide abrir de par en par el corazón a lo que Dios ofrece.

Los hombres y sus opiniones no salvan a nadie. Necesitamos que sea alguien más grande. Pueden ser cauce de salvación a través de su testimonio y sus palabras, pero nunca salvadores. Ya lo dice hoy San Juan Bautista: “Nadie puede tomarse algo para sí si no se lo dan desde el cielo”. Sólo Cristo puede perdonar pecados, aunque quiera utilizar instrumentos para ello (que eso somos los sacerdotes).