Comentario Pastoral

UN SIGNO DEL VINO NUEVO

En el ámbito de un banquete nupcial, en el que los nuevos esposos comunican a sus amigos y parientes la felicidad del amor, Jesús quiso comunicar y revelar su gloria. Fue en Caná de Galilea, cuando se acabó el vino, donde se empezó a revelar el amor de quien ha venido a traer la alegría mesiánica.

El tema del vino tiene una profunda significación bíblica, pues la bendición de Dios se expresa en una tierra con abundancia de trigo y vides. El vino es uno de los elementos imprescindibles del festín mesiánico. Desde un punto de vista profano simboliza el vino todo lo que puede tener de agradable la vida: la amistad, el amor humano y el gozo que se disfruta en la tierra. Desde la perspectiva religiosa el simbolismo del vino se sitúa en un contexto escatológico: expresa banquete, felicidad, alegría, plenitud, elevación y éxtasis.

En el Evangelio de este segundo domingo ordinario se pone de relieve que Cristo ha venido a traer el vino nuevo de su caridad, gozo y presencia, ese buen vino de la mejor solera y reserva guardado hasta ahora. El término «vino nuevo» evoca el festín escatológico reservado por Jesús a sus fieles en el reino del Padre. Y hace referencia a la perfección de la conversión: en Caná el agua fue convertida en vino; en la eucaristía el vino es la sangre redentora derramada por el Señor.

Jesús siempre está cercano a los apuros de los hombres, como lo estuvo en las circunstancias concretas del banquete de bodas de Caná. Nunca Jesús es el lejano, el distanciado, el insensible. Se sienta a nuestra mesa y comparte nuestras alegrías lo mismo que sabe llorar con nuestro llanto.

Muchas veces nos quedamos como los novios de Caná, sin el vino de la alegría, del amor, de la paz, de la tranquilidad, de la ilusión, del trabajo. Hemos perdido la esperanza y creemos que nuestra situación ya no tiene remedio. Pensamos que nuestro mundo, nuestra patria, nuestra vida es imposible de soportar. Estamos en apuros y con nuestra bodega de reserva vacía.

Y siempre se puede producir el milagro. Se repite constantemente la petición nada exigente de la Madre Virgen: «no tienen vino». Y tenemos que obedecer al mandato de Jesús y llenar nuestra tinaja de agua, de lo que aparentemente no tiene valor. Lo que esto significa es nuestra cooperación. Hay que llenar nuestra tinaja para que se realice el milagro. Si estamos vacíos seguiremos vacíos, si estamos llenos de agua nos llenaremos de la plenitud de Dios. El agua de la trivialidad será el vino nuevo de la gracia.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 62, 1-5 Sal 95, 1-2a. 2b-3. 7-8a. 9-10a y c
san Pablo a los Corintios 12, 4-11 san Juan 2, 1-11

 

de la Palabra a la Vida

La antigua tradición que une la aparición a los Magos con el Bautismo del Señor y con las bodas de Caná (en la España mozárabe también con la multiplicación de los panes) es la causa del evangelio que se nos propone hoy. La Iglesia, al mantenerlos cerca cronológicamente, intenta que no se pierda ese antiguo vínculo, precisamente por lo gráfico que es a la hora de explicar un concepto central de nuestra fe: es una fe revelada, es Dios el que nos la ha manifestado, y más aún, lo que ha dado a conocer no han sido cosas, no han sido trucos, no han sido palabras, sin más: se ha dado a conocer a sí mismo, pues al manifestar su gloria manifiesta su ser Dios.

La revelación del Ungido por Dios para ser luz de los pueblos (fiesta del Bautismo) hoy alcanza un grado aún mayor: «Cómo un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó», dice Isaías. Isaías y san Juan nos hablan hoy de bodas. Una luz parece algo inabarcable, algo que no se puede retener, que ofrece su efecto y luego se pierde… pero una boda es otra cosa. Una boda es justo una unión fuerte, un vínculo extraordinario. No es solamente que Dios pase por aquí, es que se queda para siempre con nosotros. No es que nos ilumine, es que nos convierte en su propia luz. Hace de su gloria nuestra gloria.

Por eso, Isaías anuncia la renovación de Jerusalén en un pasaje lleno de términos de «gloria». El Señor que edificó Jerusalén se desposará con ella. Es el tiempo de la favorita, la desposada, la preferida. La Iglesia, nueva Jerusalén, se siente privilegiada por su Señor, especialmente unida a Él.

Así podemos entender el sentido del evangelio hoy: El Señor va a las bodas de Caná a revelar la alegría desbordante que va a ser para la Iglesia su desposorio con el Señor. Un desposorio que se realizará cuando corra su sangre, como el vino bueno, en la cruz. Por eso, el tema de este domingo es el anuncio del banquete mesiánico, que supone un mundo nuevo, un vino nuevo, un amor nuevo, una alegría nueva. Que la gloria está unida al misterio de la cruz no es algo casual, un recurso de los discípulos ante el fracaso de la crucifixión: es la esencia del mensaje.

Cristo, concluye el evangelio, «manifestó su gloria». Recordemos el evangelio del día de Navidad, el prólogo de san Juan: «la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria». La gloria que manifestó el Señor ya la hemos empezado a contemplar. La ha manifestado en la cruz, donde ha sido exaltado como Rey y Señor, y la hace presente en la celebración de la Eucaristía: así nos hace partícipes del festín nupcial que ya se desarrolla en el cielo.

Por eso estas lecturas de hoy no son para nada alejadas de nuestro tiempo, de nuestros problemas: Al final, como hoy, esperamos una renovación de todo. Y tenemos razones para esperarlo. Por eso tenemos que trabajar cada día nuestra propia renovación interior. Nosotros éramos agua, pero al ser desposados por Cristo nos hemos convertido en vino. Trabajemos entonces, hoy, para manifestar el amor de la alianza final. Este trabajo conlleva un misterio de cruz por el cual se adquiere la gloria, porque en ese misterio de cruz el vínculo que se establece con Jesús no se debilita, al contrario, se convierte en un vínculo de bodas, una alianza. ¿Prefiero la alianza por la cruz, las bodas por el abajamiento, o rechazo la gloria de Cristo a cambio de algo menos costoso, más barato, más fácil?


Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

El cosmos, salido de las manos de Dios, lleva consigo la impronta de su bondad. Es un mundo bello, digno de ser admirado y gozado, aunque destinado a ser cultivado y desarrollado. La «conclusión» de la obra de Dios abre el mundo al trabajo del hombre. «Dio por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho» (Gn 2,2). A través de este lenguaje antropomórfico del «trabajo» divino, la Biblia no sólo nos abre una luz sobre la misteriosa relación entre el Creador y el mundo creado, sino que proyecta también esta luz sobre el papel que el hombre tiene hacia el cosmos. El «trabajo» de Dios es de alguna manera ejemplar para el hombre. En efecto, el hombre no sólo está llamado a habitar, sino también a «construir» el mundo, haciéndose así «colaborador» de Dios. Los primeros capítulos del Génesis, como exponía en la Encíclica Laborem exercens, constituyen en cierto sentido el primer «evangelio del trabajo». Es una verdad subrayada también por el Concilio Vaticano II: «El hombre, creado a imagen de Dios, ha recibido el mandato de regir el mundo en justicia y santidad, sometiendo la tierra con todo cuanto en ella hay, y, reconociendo a Dios como creador de todas las cosas, de relacionarse a sí mismo y al universo entero con Él, de modo que, con el sometimiento de todas las cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en toda la tierra».

(Juan Pablo II, Dies Domini, 10)

 

Para la Semana

Lunes 21:
Santa Inés, virgen y mártir.

Hb 5,1-10. A pesar de ser Hijo aprendió, sufriendo, a obedecer.

Sal 109. Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.

Mc 2,18-22. El novio está con ellos.
Martes 22:

Hb 6,10-20. La esperanza que se nos ha ofrecido es para todos nosotros como ancla segura y fuerte.

Sal 110. El Señor recuerda siempre su alianza.

Mc 2,23-28. El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado
Miércoles 23:
San Ildefonso, obispo

Sab 7,7-10.15-16. Quise más la sabiduría que la salud y la belleza.

Sal 18. Los mandamientos del Señor son verdaderos y eternamente justos.

Lc 6,34-39. ¿Por qué me llamái
Jueves 24:
San Francisco de Sales, obispo y doctor.

Hb 7,25-8,6. Ofreció sacrificios de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.

Sal 39. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

Mc 3,7-12. Los espíritus inmundos gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios»; les prohibía que lo diesen a conocer.
Viernes 25:
La conversión de san Pablo.

Hch 22,3-16. Levántate, recibe el bautismo que, por la invocación del nombre de Jesús, lavará tus pecados.

Sal 116. Id al mundo entero y proclamad el evangelio.

Mc 16,15-18. Id al mundo entero y proclamad el evangelio.
Sábado 26:
Santos Timoteo y Tito, obispos.

1Tim 1,1-8. Refrescando la memoria de tu fe sincera.

Sal 95. Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.

Mc 3,20-21. Su familia decía que no estaba en sus cabales.