Comentario Pastoral

¿EXISTEN HOY PROFETAS?

Normalmente se califica como profeta a quien dice conocer el futuro, a quien predice acontecimientos. Profeta y adivino parecen estar equiparados. Pero ser profeta es otra cosa: hablar en nombre de Dios, transmitir un mensaje nuevo, enfrentarse a unas estructuras caducas o viciadas, anunciar la salvación. No es empresa fácil ser profeta; por eso quienes han tenido conciencia de esta vocación han sentido miedo, como lo tuvo Jeremías.

La lista de los profetas no es algo que pertenece exclusivamente al Antiguo Testamento, porque el profetismo no se ha acabado en la Iglesia. Dios se sirvió de hombres para hablar en el pasado, pero los sigue escogiendo para hablar hoy a su pueblo.

Profeta es aquél que nos mueve constantemente a la renovación y al cambio, para que no nos quedemos satisfechos con nuestras actitudes y obras. Siempre es posible un paso adelante. Para descubrir la verdad plena y el horizonte de la perfección, necesitamos que el profeta nos hable y nos describa nuestra situación e incoherencia real. Tenemos miedo a oír las palabras del profeta porque estamos instalados, porque preferimos el inmovilismo de lo que ya sabemos, porque escondemos nuestra pereza y cobardía en una verdad a medias.

Profeta no es quien pacifica, sino quien impacienta nuestra fe, esperanza y caridad. Profeta es el que no vive para satisfacer ambiciones personales, sino para anunciar el Reino que hay que instaurar en nuestro mundo todos los días.

Cristo es el gran y definitivo Profeta. Su fuerza y poder le vienen de arriba, su autoridad es la del Padre que está en el cielo. Así se presentó en la sinagoga de Nazaret. Sus palabras, en un primer momento, produjeron admiración por la novedad y gracia que transmitían. Pero como subraya el final del Evangelio, que se lee en este cuarto domingo ordinario, sus paisanos no pudieron soportar la verdad interpelante del discurso de Jesús, y reaccionaron con violencia y repulsa, tratando de despeñarlo.

Hoy debemos tomar conciencia de que, por el bautismo, todos hemos recibido el espíritu que movió a los profetas y a Cristo a hablar de parte de Dios, a anunciar mensajes liberadores, a predicar la Buena Noticia, a anunciar la salvación, a ser testigos del amor sin fronteras.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Jeremías 1, 4-5. 17-19 Sal 70, 1-2. 3-4a. 5-6ab. l5ab y 17
san Pablo a los Corintios 12, 31-13, 13 san Lucas 4, 21-30

de la Palabra a la Vida

No nos hemos movido de la sinagoga de Nazaret… El evangelio que hoy se nos propone continúa la escena del evangelio del domingo pasado. La Iglesia lo retoma con esa afirmación final de Jesús: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír».

Sin embargo, la alegría que la Palabra de Dios producía en la gente el domingo pasado, se vuelve hoy violencia. ¿Qué sucede para que se dé esta transformación? Que Jesús continua el diálogo con la gente de Nazaret advirtiéndoles de que la salvación que trae no es exclusiva para los judíos, sino que es para el mundo entero. Los milagros no tienen porqué suceder en la sinagoga, pues todos los pueblos tienen que ver la salvación de Dios. San Pedro en la mañana de Pentecostés, también proclamará así en Jerusalén citando al profeta Joel: «En los últimos días, dice el Señor, derramaré mi espíritu sobre toda la humanidad» (cf. Hch 2,17).

Jesús es, como lo presenta Jeremías en la primera lectura, un profeta de los gentiles, cuya tarea será llevar la palabra del Señor a todos los lugares, lleno de confianza en el poder de Dios. Ni siquiera ante reyes o príncipes tendrá que vacilar: así será al final de su misión, cuando sea prendido para la Pasión. Contemplando a Jesús en la profecía de Jeremías se comprende bien los sentimientos de aquel en el evangelio. Jeremías es tipo del mismo Cristo, a pesar de las dificultades se mantiene firme, hasta su muerte, en la tarea recibida del Padre.

Nosotros, los cristianos, recibimos una Palabra en la celebración de la liturgia que espera de nosotros un doble movimiento: Abrirnos a esa Palabra, que desea calar en nuestra vida, y por lo tanto, también animarnos a dar testimonio ante todos. A nadie le está vetada la Palabra de Dios. No podemos guardarla para nosotros como querían aquellos nazarenos en la sinagoga. Una salvación verdadera no es la que guardamos en un bolsillo, es la que se nos ofrece y ofrecemos constantemente a todos. Si nos cerramos a ese movimiento, podría ocurrir que se diera la salvación a los demás y el Señor se alejara, como en el evangelio, de nosotros.

Por eso, la palabra divina ha de ser anunciada aunque cause rechazo. A veces podemos tener la tentación de no decir o de no escuchar esa palabra porque lo que vamos buscando es el éxito, pero la palabra no se anuncia, no se siembra por el éxito, al contrario, sabemos que ha de pasar la prueba del fracaso constantemente, sino por el amor de Dios. Cristo anuncia la palabra, incluso en terreno complicado, en Nazaret, por amor de Dios. Así querrá seguir comunicándola, no por el éxito, sino por el amor de Dios.

Sin la certeza de que el rechazo llega, sucumbiremos a la tentación de pensar que la Palabra de Dios no es para algunos, nos rendiremos, primero ante unos, luego ante otros… hasta conformarnos con escucharla cada domingo en misa, sin más, como aquellos de Nazaret, a la espera del milagro… aunque la misma celebración es el milagro, el signo: ¿Qué busco cuando escucho la Palabra de Dios? ¿Qué espero? ¿Algo especial, llamativo? ¿Fuegos artificiales? Lo que queremos al escuchar la Palabra de Dios es escuchar, comprender, que esa Palabra se ha cumplido. Hoy. Que Dios habla aquí hoy. No buscamos la lectura maravillosa, la homilía perfecta, el pasaje más corto, sino una certeza: es Cristo el que está presente, el Hijo de Dios.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

En el designio del Creador hay una distinción, pero también una relación íntima entre el orden de la creación y el de la salvación. Ya lo subraya el Antiguo Testamento cuando pone el mandamiento relativo al «shabbat» respecto no sólo al misterioso «descanso» de Dios después de los días de su acción creadora (cf. Ex 20,8-11), sino también a la salvación ofrecida por él a Israel para liberarlo de la esclavitud de Egipto (cf. Dt 5,12-15).

El Dios que descansa el séptimo día gozando por su creación es el mismo que manifiesta su gloria liberando a sus hijos de la opresión del faraón. En uno y otro caso se podría decir, según una imagen querida por los profetas, que él se manifiesta como el esposo ante su esposa (cf. Os 2,16-24; Jr 2,2; Is 54,4-8). En efecto, para comprender el «shabbat», el «descanso» de Dios, como sugieren algunos elementos de la tradición hebraica misma, conviene destacar la intensidad esponsal que caracteriza, desde el Antiguo al Nuevo

Testamento, la relación de Dios con su pueblo. Así lo expresa, por ejemplo, esta maravillosa página de Oseas: «Haré en su favor un pacto el día aquel con la bestia del campo, con el ave del cielo, con el reptil del suelo; arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y haré que ellos reposen en seguro. Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor» (2,20-22).

(Juan Pablo II, Dies Domini, 12)

 

Para la Semana

Lunes 4:

Hb 11,32-40. Por medio de la fe subyugaron reinos. Dios tiene preparado algo mejor para
nosotros.

Sal 30. Sed fuertes y valientes de corazón los que esperáis en el Señor.

Mc 5,1-20. Espíritu inmundo, sal de este hombre.
Martes 5:
Santa Águeda, virgen y mártir. Memoria.

Hb 12,1-4. Corramos la carrera que nos toca, sin retirarnos.

Sal 21. Te alabarán, Señor, los que te buscan.

Mc 5,21-43. Contigo hablo, niña, levántate.
Miércoles 6:
San Pablo Miki y compañeros, mártires. Memoria.

Hb 12,4-7.11-15. Dios reprende a los que ama.

Sal 102. La misericordia del Señor dura siempre para los que cumplen sus mandatos.

Mc 6,1-6. No desprecian a un profeta más que en su tierra.
Jueves 7:

Hb 12,18-19.21-24: Os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo.

Sal 47,2-3ab.3cd-4.9.10-11: Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo.

Mc 6.7-13. Los fue enviando.
Viernes 8:

Hb 13,1-8. Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre.

Sal 26. El Señor es mi luz y mi salvación.

Mc 6,14-29. Es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado.
Sábado 9:
Hb 13,15-17.20-21. Que el Dios de la paz, que hizo subir de entre los muertos al gran pastor, os ponga a punto en todo bien.

Sal 22. El Señor es mi pastor, nada me falta.

Mc 6,30-34. Andaban como ovejas sin pastor.