Lunes 4-2-2019, IV del Tiempo Ordinario (Mc 5, 1-20)

«Le salió al encuentro, desde el cementerio, donde vivía en las tumbas, un hombre poseído de espíritu inmundo». La descripción que san Marcos hace de este endemoniado es digna de una película de súper-héroes de Hollywood: es un hombre que nadie puede dominar, que no se deja sujetar por cadenas y que rompe todos los cepos. ¿No es esta la descripción del hombre veraderamente libre no atado por nada ni por nadie? Muchos de nuestros contemporáneos bien les gustaría ser aquel hombre al que nadie podía domar, dotado de una fuerza sobrehumana para imponer su voluntad a su alrededor. Es, en definitiva, un súper-hombre. El ideal de la persona hecha a sí misma, sin ataduras de ningún tipo, que sigue su propio camino en la vida. Pero… ¿dónde vivía este hombre? Entre los sepulcros de un cementerio. ¿A qué se dedicaba cuando rompía todas las cadenas que lo ataban? A recorrer los caminos gritando e hiriéndose con piedras. Es que, al final, el súper-hombre vive solo. No es capaz de amar a los demás, únicamente busca imponer su fuerza a toda costa. No es capaz de comprometerse con nadie, ni entregar su vida de verdad. En definitiva, aquel hombre era un esclavo: esclavo del demonio que lo tenía preso con unas cadenas mucho más fuertes que aquellas con las que le querían sujetar los hombres.

«Los espíritus le rogaron a Jesús: “Déjanos ir y meternos en los cerdos”». Pero no hay espíritu inmundo que se le resista a Jesús. No hay esclavitud que no haya venido a liberar y a salvar. Sin embargo, este exorcismo tiene un final muy peculiar. Siempre me ha llamado la atención que los demonios (pues eran muchos –«Legión»– los que poseían a aquel desgraciado) pidieran al Señor ser enviados al menos a los cerdos. Ya se ve que esos espíritus inmundos se sienten cómodos y muy a gusto entre la porquería y la suciedad de aquellos animales. Es que, en el fondo, cuando permitimos que nuestra vida esté dominada por el espíritu del mal y nos dejamos llevar por las tentaciones del mundo o la carne, nos convertimos realmente en unos pobres animalitos. Se nos prometió la libertad, la vida verdadera, la felicidad… y acabamos paciendo entre los cerdos. Recuerda al hijo pródigo, que acabó su proyecto ilusorio y derrochador entre estos gorrinos. Por fuera seremos grandes triunfadores llenos de dinero, placer y éxito, pero por dentro no nos distinguimos mucho de un cerdito.

«El hombre se marchó y empezó a proclamar por la Decápolis lo que Jesús había hecho con él». Aquel hombre se creía libre, fuerte y dominador, pero ante Jesús descubrió que en realidad era un pobre desgraciado, encadenado por el Tentador. Y se dio cuenta de que Cristo, con su palabra, le había librado de convertirse para siempre (como en los cuentos) en un cerdo corriendo con los demás acantilado abajo. ¿Cómo no iba a proclamarlo a los cuatro vientos? Jesús le había salvado la vida, y por eso le estaba eternamente agradecido. Evangelizar no es una tarea más para el cristiano, es la reacción natural y espontánea al sabernos liberados y salvados por aquel que nos ha amado con locura. No podemos dejar de gritar, como aquel hombre, que la razón de nuestra vida es Jesús.