Jueves 7-2-2019, IV del Tiempo Ordinario (Mc 6, 7-13)

«Llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos». Nos equivocaríamos mucho si nos imagináramos a Jesús como un predicador solitario, cargando él solo con el peso de su misión recibida del Padre. Desde el inicio de su vida pública, Cristo invitó a muchos a unirse a él y a formar parte del grupo de sus íntimos discípulos. De hecho, tuvo numerosos amigos. Quizás, el ejemplo más evidente de que desde el principio quiso vivir en comunidad –germen de la Iglesia– es la elección y constitución de los Doce. Pero también muy pronto no sólo quiso que sus amigos «estuvieran con él», sino que «los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos». Los discípulos de Jesús son siempre misioneros. No son primero discípulos, amigos, contentos de formar un “grupito estufa” con los ya conocidos; y luego, en un segundo momento, son enviados a predicar. No. El Señor, desde el inicio de su ministerio entre los hombres, asocia a sus discípulos para que participen de su misma misión. Si eres discípulo, eres también misionero.

«Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más». Cuando una gran empresa multinacional proyecta una expansión a un nuevo país, se cuida mucho de estudiar el terreno, las posibilidades de negocio, los potenciales clientes, los recursos disponibles… Elabora estrategias comerciales precisas, campañas de publicidad y rigurosos estudios de mercado para asegurar el éxito de la compañía. Pero Jesús no actúa así. Él no envía a sus discípulos para la misión con abundancia de recursos, instrucciones precisas y agendas claras. Él los envía con la fuerza de su Espíritu: «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos» (Hch 1, 8). Esta es la auténtica seguridad del apóstol. El apóstol no confía en sus propias capacidades ni en los medios humanos (pan, alforja, dinero…). Es Jesús el que envía y el primero que tiene gran interés en que la “empresa de las almas” salga adelante. Por eso, a nosotros nos toca confiar en él, acoger la fuerza del Espíritu y lanzarnos a la misión. En definitiva, quemar las naves en la orilla y darlo todo por el Evangelio.

«Ellos salieron a predicar la conversión». Los cristianos “de toda la vida”, tenemos una gran tentación. Cuando nos hablan de misiones y misioneros, nos imaginamos a san Francisco Javier en las costas del Japón, o a santa Teresa de Calcuta en los suburbios de la India… Pensamos en el Domund y en los misioneros de África, América o Asia. Esta es la misión ad gentes, esencial en la tarea de la Iglesia. Pero no es la única misión. Jesús nos envió a todos los cristianos para evangelizar a todos los hombres: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19). Esta es mi misión y la tuya. En el trabajo, en la familia, en el ocio y los amigos, en la política, en la sociedad, en el arte y la cultura, en la ciencia y la enseñanza, en el deporte… allí te quiere Cristo para que seas su apóstol y anuncies al mundo el Evangelio de la salvación. Tu horizonte es el mundo, un mar sin orillas. No puedes dejar esta llamada apremiante a otros; si no respondemos al Señor, habrá muchos que nunca le conocerán jamás.