Viernes 8-2-2019, IV del Tiempo Ordinario (Mc 6, 14-29)

«Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado». Como una especie de déjà-vu, aparece en el Evangelio de hoy la figura de Juan el Bautista, que nos recuerda a los días pasados del Adviento y la Navidad. En concreto, nos narra el martirio del Bautista a manos del rey Herodes. ¿Por qué muere Juan? Indudablemente, por confesar la verdad. Pero, ¿ante quién tuvo que confesar esta verdad? Ante un rey lujurioso, borracho y corrupto. Siempre los poderes de este mundo, el imperio del placer y del dinero, han intentado acallar a los profetas de Dios. En un mundo dominado por el desenfreno obsceno y egoísta, por el consumismo escandaloso y desmedido, por la desesperada búsqueda de poder y dominio, las voces de Dios no tienen cabida. Ya lo experimentó en sus propias carnes el Bautista. Su palabra, su mensaje, su misma presencia incomodaba al mediocre y autoritario Herodes, que no sabía cómo quitárselo de encima. Y siempre se busca una idéntica solución: intentar encadenar la Palabra de Dios.

«Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista». Nos dice san Marcos que Herodes, a pesar de su desenfrenada vida, «respetaba a Juan» y «lo escuchaba con gusto», quedando muchas veces desconcertado. Herodes, en el fondo de su corazón, apreciaba al Bautista y sabía que decía la verdad. Sin embargo, su impureza y su vanidad le jugaron una mala pasada. Sin ningún tipo de recato, el lujurioso y obsceno rey tuvo que plegarse a los caprichos de aquella joven, hija de la adúltera Herodías. El demonio siempre conspira deprisa en la sombra. Al final, el propio Herodes se encuentra encadenado por las redes de una bailarina deshonesta y unos convidados tan corruptos como él. Hasta ese punto es capaz de atraparle su lujuria y sus ansias de quedar bien. El pecado siempre nos conduce adonde no queremos, obligándonos a cometer los peores actos llevados por los más bajos instintos. Probablemente, la mañana del banquete el rey no podría ni imaginar que acabaría asesinando a Juan. Pero, como se suele decir, “una cosa llevó a la otra”. Se expuso al peligro, y sucumbió en él. Gran lección, ¿no?

«Fue y lo decapitó en la cárcel». Parece que Herodes ha vencido. Los poderes de este mundo, el placer, el poder y el tener, parece que siempre tienen la última palabra en la historia. La voz de Dios se ha acallado para siempre… ¿o no? Pocos años después de esta escandalosa escena, Herodes y Herodías cayeron en desgracia ante el emperador Calígula, traicionados por su sobrino Agripa, y fueron deportados a las Galias, donde el rey murió en un corto tiempo. Su fama duró lo que su licenciosa vida. Sin embargo, la palabra de Juan, que es la palabra de Jesús, ha seguido resonando en los confines de la tierra desde hace 2.000 años hasta hoy. Juan dio su vida en testimonio del Mesías, y el Mesías triunfó en la mañana de la Resurrección sobre todas las fuerzas del mal, el pecado y la muerte. El mal nunca tiene la última palabra. Juan apostó por el caballo ganador, contra todas las apariencias, y ganó la corona eterna.