En la lectura continuada de los primeros capítulos del Génesis, que comenzamos ayer, asistimos hoy con expectación a la creación del hombre. Sí, también el ser humano ha sido creado por Dios, y no ha sido creado de cualquier manera por Él, sino que ha sido creado a su imagen y semejanza, esta llamada a la existencia es un clamor del Amor de Dios que se repite en cada ser humano, de cada época y de cada lugar, este llamar a la existencia se convierte en el «suelo», en el fundamento del sentido de nuestro ser, llamados de la nada por el amor de Dios, el principio de nuestra existencia es su Amor.

Reflexionar desde aquí, nos da muchas posibilidades, pues el hombre ya no es un ser arrojado a la existencia por un azar cruel, sino que es llamado a la existencia desde el amor que le sostiene, le da sentido y le ofrece una vocación. Desde esta perspectiva que nos propone la revelación bíblica la defensa de la vida se convierte en un valor fundamental del que no puede caber la más mínima duda.

El amor para que sea verdadero no puede anular la libertad, así pues, de la misma manera que el acto de amor gratuito y generoso de Dios al crear al hombre no estaba sometido a la necesidad, sino que fue enteramente libre, no arbitrario, pero si libre, el ser humano, a imagen del Creador, recíbela vida y con ella la libertad como trampolín, y a veces condena de su propia condición, no en vano Erich Fromm habla del miedo a la libertad, nos cuesta terriblemente ser libres, porque la libertad es exigente, nos pone siempre a prueba, nos lleva a un búsqueda activa del sentido de nuestra vida, del amor de Dios, y muchas veces no tenemos el cuerpo, ni la mente para fiestas, y preferimos dejarnos llevar.

En el Evangelio de hoy nos encontramos con el enésimo conflicto entre Jesús y los fariseos, iconos de la zona de confort, los fariseos, que se escudan en la ley para no salir a la intemperie de la existencia, encuentran en Jesús al Dios que nos grita, que nos persigue, como demuestra toda la historia de la salvación, y que busca casi desesperadamente que vivamos en plenitud. Pidamos pues al Señor que seamos capaces de abrir los oídos y el corazón ante lo que la vida nos propone, ante las situaciones en las que Dios nos sale al encuentro, y que reconociendo el amor de Dios que es nuestro suelo y nuestro horizonte seamos capaces de vivir con sentido, no acomodados sino con sentido.