El libro del Eclesiástico nos presenta una paradoja que desvela la radicalidad necesaria a la hora de vivir el Evangelio: Dios nos dice: «cuando su corazón se entregue a mí, volveré a él para guiarlo y revelarle mis secretos; pero, si se desvía, lo rechazaré y lo encerraré en la prisión; si se aparte de mí, lo arrojaré y lo entregaré a la ruina».
Aparentemente, podemos pensar que Dios nos está amenazando, pero, más bien, lo que hace es cargar sobre sí una culpa que es nuestra. Porque, ¿acaso Dios es culpable del pecado?, ¿acaso quiere nuestra ruina de verdad?, ¿Dios se alegra con nuestros errores, grandes y pequeños? Evidentemente no. Más bien lo que nos hace es una advertencia del camino al que el pecado nos lleva cuando nos entregamos a él.
Porque el pecado, que, en resumidas cuentas, no es más que una falta de amor en algunos de los órdenes de vida (relación con Dios, con los demás y con nosotros mismos), lo que nos trae es el vacío. Y, con un corazón hecho para amar, para estar lleno, todo lo que no sea eso mismo es una ruina. En palabras de san Juan Pablo II, que parecen parafrasear esta lectura: «la peor prisión es un corazón cerrado».
Nunca podemos olvidar una frase que el salmo 27, que leíamos ayer en misa, nos regala: pon tus delicias en el Señor y Él te dará lo que pide tu corazón. Lo que es lo mismo: confiando en el Señor, saliendo de la celda del miedo y entregandole nuestro corazón, seremos plenos, seremos felices. Dejémonos guiar por Él un día más.