Continuamos la lectura del discurso de la llanura en la que el Señor revela su corazón y, por tanto, aquello a lo que está llamado el nuestro. El Señor es severo, contundente. No se anda con rodeos. Habla con una seriedad notable y no es, ni mucho menos, el buenista que tantas veces creemos que es. En fin, si la semana pasada el listón se nos ponía en amar al enemigo, en esta se nos advierte de tres cosas: que ojo a quien tomamos por maestro, que hagamos autocrítica para no caer en la hipocresía y que de la bondad salen los frutos.

La primera y la segunda cuestión se unifican en apenas unas preguntas y una práctica cristiana: ¿a quién seguimos?, ¿a quienes nos dice la verdad de las cosas o a quienes nos dicen lo que queremos escuchar? Pero, ojo, que aparece otra cuestión más sutil: ¿nos creemos que todo juicio que hacemos es acertado sin atender a que hay muchas cosas sujetas a gustos y perspectivas?, ¿absolutizamos nuestra opinión sobre lo opinable?, ¿nos creemos toda alabanza que nos hacen sin autocrítica? Cuidado con esa tentación sutil que se nos cuela a todos. Ante esto, la única respuesta es el examen de conciencia, el vivir en la verdad, cosa que no sólo hay que intentar, sino vivir como don. Y, para ello, se hace preciso seguir al gran maestro, que no es otro que Jesús, que su Iglesia, su Tradición, su Magisterio. Por encima de toda opinión personal. De hecho, seguir el dogma es lo más liberador que hay, pues nos libera de los mayores tiranos que podamos conocer, que somos nosotros mismos. Nos liberará y nos animará, regalándonos la corrección y el perdón en la confesión. Así actúa la Iglesia, no así tantas veces los hombres, por desgracia. De hecho, es verdaderamente patético cuando personas sin autocrítica nos corrigen todo el día, sobre todo en cosas opinables, y nunca te dicen las cosas buenas.

Y la tercera cuestión, los frutos. Hay que desterrar la idea de que los frutos son lo que vemos, la mentalidad empírica en nuestra vida cristiana. Los frutos son, en primer lugar, el mismo hecho de la conversión, de tener fe, de orientarnos hacia el Señor, de rezar. Es decir, el fruto primero es nuestra fe y la vida que ella emana. De hecho, san Pablo, en su carta a los Gálatas, lo deja claro: dice que los frutos del Espíritu son el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre y la templanza. También san Francisco de Asís, hablando de la alegría, dice que la verdadera alegría no es que los reyes entraran en su orden o que sus frailes convirtieran a miles de infieles o hicieran milagros, sino en vivir los acontecimientos de la vida con esos frutos de los que habla san Pablo.

Además, es que los frutos no son nuestros. Si Dios quiere y no nosotros y nuestros méritos, veremos lo que la vida de santidad que tenemos genera en los demás. Generalmente, el Señor regala la visión de los frutos, pero pensar que no hay fruto en lo que no se puede ver externamente o contar es un error. Mismamente santa Teresa de Calcuta vivió 40 años sin ser capaz de experimentar la obra que estaba generando. ¡Y cuánta gente ha dado fruto tras morir! Un ejemplo claro: san Maximiliano Kolbe, que murió en Auschwitz para salvar la vida de un padre de familia. Gracias a su ejemplo en el morir su obra se multiplicó por infinito y lo que había hecho en vida, que ya era mucho, sobre todo en el fomento de la devoción a la Virgen, quedó en nada comparado con su heroicidad martirial. Por eso, dice Jesús que la dinámica del cristiano es la de la semilla, que crece en lo oculto. No lo olvides, sobre todo cuando tengáis la tentación de la desesperanza al ver que aparentemente no hay fruto. Dejémoslo todo en manos de quien es el único que cambia los corazones y es señor de la historia.

En fin, un buen propósito de vida puede ser el examen de conciencia. Cómo vivimos nuestro día en relación con Dios, con los demás y con nosotros. Será algo realmente liberador.