Los cuarenta días de penitencia cuaresmal nos evocan los otros cuarenta que Jesús pasó en el desierto. A propósito de esto, el domingo leeremos en el evangelio según san Lucas que “en todos aquellos días estuvo sin comer y, al final, sintió hambre”. Normal. No sé que otra cosa podía esperarse. Y prosigue: “Entonces el diablo le dijo. «Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan»”. Esta es la primera tentación del hombre: “matar el hambre” y como tal tentación, Jesús la ha experimentado en su propia carne y la ha vencido con la Palabra y el auxilio del Espíritu.

El diablo le propone que convierta en panes las piedras del desierto, en una clara referencia al milagro del maná que calmó el hambre del pueblo hebreo en su camino hacia la tierra prometida. Ciertamente, el pueblo esperaba que el mesías repitiera ese signo de manera definitiva. Por eso Satanás le tiende esta trampa al que quería atrapar. Pero Jesús escapa de la trampa de su cazador citando a la escritura: «no solo de pan vive el hombre». Es decir, la verdadera hambre del hombre es hambre de verdad, hambre de dios. Tal y como habla, el diablo estaría dando a entender que el hombre vive solo de pan y por tanto Dios sería algo superfluo. En la línea del adagio clásico: Primum vivere deinde philosophari. La cuestión de Dios sería así, un lujo para los que ya están satisfechos y lo que llamamos vida espiritual, una delicatessen para ricos y opulentos.

La respuesta de Jesús es que el hombre vive también de pan, pero no solo de pan. No podemos decir: “solo el pan basta”; pero sí: “solo Dios basta”. De hecho, Jesús dirá refiriéndose a sí mismo y, a su entrega: “mi Padre es quien os da el verdadero pan de cielo; yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo para que quien me coma jamás tenga hambre”.

Jesús es el pan, el alimento sustancial, es decir el que sustenta la vida del hombre. Precisamente por eso el único ayuno en sentido estricto para los cristianos lo experimentamos cuando sentimos hambre de la eucaristía. El sábado santo, el día en que Jesús ha muerto, el día en que a la Iglesia le arrebatan a su Esposo es el único día en el que ayunamos: no hay Misa. Ese día sí que sentimos la tristeza y guardamos luto por el Esposo, esperando su retorno. La espera del sábado santo nos permite tener hambre de él, anhelar el encuentro con el Dios vivo, algo que sucede gozosamente en la solemne vigilia de Pascua

Si el Esposo está presente nunca faltará a la Iglesia el pan y el vino de la Eucaristía. La multiplicación de los panes en el desierto y el vino nuevo y mejor que Jesús nos dio en Caná, son los signos de esta sobreabundancia del don de Dios a los hombres. En ambos casos Jesús cambió las lágrimas en risas y se manifestó como el Esposo compasivo y fiel que viene a desposarse con una humanidad desolada y abandonada. Ha venido a cambiar la suerte de su pueblo, a llenar sus bocas de risas y sus lenguas de cantares. Por eso el ayuno que hacemos en cuaresma es expresión de alegría no de tristeza.

Estamos alegres porque él está con nosotros, y “eso” basta. Todo lo demás es superfluo. No necesitamos nada más para tener alegría y hacer fiesta. Somos los amigos del novio que siempre están riendo con él. Todo lo demás es sobreactuación o mejor en este contexto deberíamos quizá hablar de sobrealimentación. Un intento de acallar el hambre verdadera que pretende matarla definitivamente. Entonces ¿de qué tenemos que ayunar? De todas esas cosas que hemos convertido en necesarias siendo prescindibles. Todo aquello que mata nuestra hambre de Dios. Ayunemos sobre todo de la tristeza, tenemos que ayunar con alegría. Por eso decía Jesús el pasado miércoles, “lávate la cara y perfúmate la cabeza, no pongas cara triste como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer a ver a los hombres que ayunan”.

Porque el ayuno que Dios quiere es que nos hagamos como él: grano de trigo que muere para hacerse pan. Hagámonos en la Eucaristía, pan que se parte y se reparte con los hambrientos. Que mediante la caridad multipliquemos los panes. El Señor, que sufre el hambre de sus pequeñuelos nos dirá un día: “tuve hambre y me disteis de comer”. Ese es el ayuno que agrada a Dios que saciemos a los hombres su hambre verdadera, que sintamos hambre y sed de Dios para que en aquel día seamos saciados.