“Menos mal que Jesús no ha venido a llamar a los justos, en ese caso yo no estaría en la Iglesia”. Esta es la certeza de cualquier cristiano de a pie. Es fácil que tengamos la conciencia de haber sido rescatados de una vida sin sentido, de un anonimato mortal.

Ahora que está tan de moda la expresión, bien podríamos decir: “Todos somos Leví”. Ciertamente, veinte siglos después los cristianos conocemos el nombre y la identidad de este publicano: Leví. Un hombre que en su tiempo desde el punto de vista religioso representaba “lo peor”. Alguien que cometía permanentemente un triple pecado: ante Dios; haciendo lo que expresamente estaba prohibido por la ley; ante los demás israelitas cobrando el impuesto para los romanos, dominadores; y ante cualquier persona mínimamente honesta, enriqueciéndose a costa de los pobres. Este Leví, como los demás publícanos de su tiempo, representaba junto con las prostitutas a todo ese mundo de personas que no pueden caer más bajo. Han caído en lo peor. Como pecadores que eran, estaban excluidos de la bendición que Dios permanentemente otorgaba a su pueblo.

Pero el hijo del hombre ha salido del Padre con la misión de devolver a casa a una multitud de hijos pródigos. Compadecido del sufrimiento de su Padre Dios, Jesús se ha convertido en el buen pastor que va a buscar a la oveja perdida. De hecho esta palabra, “perdida”, suscita en Jesús la reacción contraria a la que suscita en la mayoría de nosotros. Cuando decimos que algo “se ha perdido” normalmente expresamos que nos ha sido imposible encontrarlo. Por tanto, no se puede hacer nada, no hay nada que hacer.. Para Jesús, sin embargo,  que alguien se haya perdido provoca inmediatamente en su corazón el impulso de “salir a buscarlo”. Y es que Jesús conoce el sufrimiento de aquellos que no encuentran el camino de regreso a casa. También el de aquellos que piensan que ya nadie les está esperando o que las puertas se han cerrado definitivamente para ellos.

Es fácil imaginar cómo sería la rutina habitual de Leví, sentado al mostrador de los impuestos, sintiendo el desprecio, posiblemente justificado, de la gente, incapaz de mirarle bien. Jesús le vió y le amó. Por eso mismo le llamó y le hizo una invitación imposible de ignorar: “sígueme”. Asqueado de sí mismo, ese momento supuso la oportunidad de su vida. Era la hora de la decisión. Suponemos que Leví se miraría sus manos, sucias por el contacto permanente con el ennegrecido dinero; pero también miraría a Jesús y vería en su rostro algo que nunca antes había podido contemplar: los ojos de Jesús clavados en él. Una mirada de amor que se le clavaba como un puñal. Cuando uno se siente sin salida y de repente ante él se abre una puerta, entonces lo razonable es actuar como hizo Leví: levantarse al momento y seguir a Jesús.

Tanto era su agradecimiento que Leví ofreció a Jesús un gran banquete en su casa. Cualquier cosa era poco para celebrar el haber conquistado tan codiciado botín. Acababa de experimentar la salvación de la que tantos hablaban ¡en su propia piel! Y para esa fiesta en la que él era el anfitrión no faltaron todos aquellos que como él estaban cansados de su vida anterior. ¿Y Jesús? Sentado en la mesa en medio de ellos. Esta es la imagen elocuente que nos ofrece el Evangelio de hoy. Y las palabras que la explican son las que salen de labios de Jesús: “No necesitan médico los sanos sino los enfermos”.

Hoy es un gran día para recordar que estamos en la Iglesia sin méritos propios, por pura misericordia de Dios. Hoy es un gran día para no ocultar a Jesús nuestros pecados pensando que esto podría provocar que él se escandalizase de nosotros, cuando en realidad siempre sucede lo contrario, siempre que el Señor nos descubre envueltos en nuestros pecados… Él nos ama y nos llama.