Comentario Pastoral

SUBIR ES TRANSFIGURARSE

Siempre me han llamado la atención muchos pueblos de Castilla, recortando su silueta en el horizonte amplio y luminoso; pueblos asentados en la llanura, pero apretados en torno a una colina, donde se yergue el templo parroquial. El adobe de las casas se transfigura en piedra de iglesia en el altozano. Desde abajo sube la gente buena del pueblo para transfigurarse en la celebración dominical del templo, y volver a bajar a su casa, a la meseta, a sus tierras, llenos de la gloria de Dios, después de haber escuchado al Hijo amado, el Escogido.

Es importante meditar, en este segundo domingo de Cuaresma, sobre el evangelio de la transfiguración, que nos narra la subida de Cristo a lo alto de la montaña, donde se reveló la gloria de Dios.

Tan importante como vivir en la llanura del trabajo cotidiano y de la lucha por la justicia y el desarrollo es saber subir a lo alto de la oración y adquirir así visión y sentido de transcendencia. Quien se queda siempre en el valle de lágrimas del mundo y no asciende a la cercanía de Dios pierde la perspectiva del cielo y no ve la gloria blanca de la transfiguración.

Dice el Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma que Cristo subió a lo alto de una montaña para orar y que allí el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de blancos. El blanco es el color de las manifestaciones divinas, el color de Dios. El blanco demuestra alegría y gloria, es signo de fiesta y de comienzo. Los cristianos deberíamos cambiar un poco el color de nuestra vida, de nuestra fe, esperanza y caridad. Es demasiado indefinido, poco brillante. Nos vestimos de tiniebla, nos cubrimos con apariencias, nos autodefendemos con nuestros tonos oscuros para no tener que mostrar a la luz nuestras manchas. Es urgente recobrar el blanco resplandeciente de la oración y de la cercanía de Dios.

Pero no hay que engañarse, no siempre se vive en éxtasis, en transfiguración y en luz. Hay que superar la tentación de quedarse en lo alto, estáticos, diciendo: «¡Qué hermoso es estar aquí!», y refugiándonos en falsas tiendas de campaña. Hay que bajar al valle de lo concreto y del trabajo en el mundo. El ritmo de subidas y bajadas, de transfiguraciones breves en espera de la definitiva de alegrías y tristezas, de cansancios y descansos es la verdad de la vida.

La verdadera transfiguración es una subida hacia la escucha de la Palabra del Hijo de Dios, palabra que viene de lo alto y no es fruto del pensamiento terreno, palabra que es luz y visión de eternidad.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Génesis 15, 5-12. 17-18 Sal 26, 1. 7-8a. 8b-9abc. 13-14
san Pablo a los Filipenses 3, 17-4, 1 san Lucas 9, 28b-36

 

de la Palabra a la Vida

«Nos transformará»: no debería pasar inadvertida para nosotros la serena seguridad con la que san Pablo confirma lo que las alianzas que hoy se nos presentan en la Liturgia de la Palabra sellan en nuestra vida como creyentes. Dios nos transformará. No sé en qué punto estáis de vuestra vida, si sois muy conscientes de esto o no, pero mirad, tened por seguro que Dios nos transformará.

Es así que hoy la liturgia nos ofrece por adelantado el final de este camino cuaresmal, el final, análogamente, del camino de nuestra vida. Cristo transfigurado, resplandeciente de gloria, y nosotros, si avanzamos creyentes por este camino, glorificados por Él, que «transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa». Esto es posible porque «nosotros por el contrario somos ciudadanos del cielo». El camino cuaresmal nos ofrece la oportunidad de descubrir el rostro de Cristo, y así afianzar nuestra fe de cara a afrontar el misterio pascual en Jerusalén. Van a pasar muchas cosas en Jerusalén, muchas espantosas, pero las podemos afrontar porque somos ciudadanos del cielo, transformados por su condición gloriosa.

Nuestro padre en la fe, Abrán, sin todo este recorrido de la historia, ya creyó. La seguridad de Abrahám después de que Dios hiciera pacto con él, en la primera lectura, la seguridad de los discípulos después de que Cristo les mostrara su cuerpo transfigurado, tienen que ser la seguridad de nosotros, sus discípulos, después de participar en la celebración de la liturgia, lugar de alianza y transfiguración para el creyente. Igual que Abraham pudo entonces seguir adelante en el camino de la promesa, fiado en la alianza con Dios, igual que Pedro, Santiago y Juan bajaron de la montaña camino de Jerusalén habiendo contemplado el poder de Dios, salimos los cristianos de la celebración eucarística.

La luz de Cristo es verdadera, la vieron los testigos del Señor. Y verdadera significa que contiene ese poder de transformar. Por eso, nosotros repetimos una y otra vez: «El Señor es mi luz y mi salvación». El Señor es mi confianza absoluta, a la que puedo obedecer dejando de lado todo lo que no es propio de mí ni de ti.

La Cuaresma es el tiempo en el que, con esa confianza, empezamos a practicar qué significa haber sido transformados, haber sido iluminados, y aprendemos a elegir las cosas del cielo, con la fe y la penitencia. Es el tiempo en el que, viendo al mundo elegir lo bajo, nosotros vamos aprendiendo a elegir lo alto, porque el día de Pascua se nos invitará a «buscar los bienes de arriba, donde está Cristo». Es el momento de aprender a ello, y en la fuerza de la Palabra y de la Eucaristía, Dios lo pone a nuestro alcance: ya no es sólo un deseo o un mandato, pues la Alianza verdadera se ha puesto en nuestro corazón, de tal manera que nos veamos inclinados hacia ella.

Si era necesario que los discípulos contemplaran al Señor en gloria para que no perdieran la fe ante lo que iba a suceder en Jerusalén, también nosotros, por la fe, tenemos que aprender a contemplar mediante signos en la liturgia la gloria del Señor, para que nuestra fe no se debilite, sino que se vea fortalecida ante tantas situaciones que, en la vida, intentan sumergirnos en la tiniebla. Sin embargo, «el Señor es mi luz y mi salvación». La Cuaresma, camino para comprobar cuál es nuestra luz, cuánto es su alcance y dónde nos ofrece la fortaleza para nuestra debilidad día a día. Todo ese camino, y eso tenemos que purificar y asegurar en nosotros, lo hacemos porque sabemos que «nos transformará»: no sabemos qué vendrá, qué sucederá, pero sí sus frutos: que nos hará nuevos, en casa, a los hijos.


Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones

Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Dado que el tercer mandamiento depende esencialmente del recuerdo de las obras salvíficas de Dios, los cristianos, percibiendo la originalidad del tiempo nuevo y definitivo inaugurado por Cristo, han asumido como festivo el primer día después del sábado, porque en él tuvo lugar la resurrección del Señor. En efecto, el misterio pascual de Cristo es la revelación plena del misterio de los orígenes, el vértice de la historia de la salvación y la anticipación del fin escatológico del mundo. Lo que Dios obró en la creación y lo que hizo por su pueblo en el Éxodo encontró en la muerte y resurrección de Cristo su cumplimiento, aunque la realización definitiva se descubrirá sólo en la parusía con su venida gloriosa. En él se realiza plenamente el sentido «espiritual» del sábado, como subraya san Gregorio Magno: «Nosotros consideramos como verdadero sábado la persona de nuestro Redentor, Nuestro Señor Jesucristo». Por esto, el gozo con el que Dios contempla la creación, hecha de la nada en el primer sábado de la humanidad, está ya expresado por el gozo con el que Cristo, el domingo de Pascua, se apareció a los suyos llevándoles el don de la paz y del Espíritu (cf. Jn 20,19- 23). En efecto, en el misterio pascual la condición humana y con ella toda la creación, «que gime y sufre hasta hoy los dolores de parto» (Rm 8,22), ha conocido su nuevo «éxodo» hacia la libertad de los hijos de Dios que pueden exclamar, con Cristo, «¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15; Ga 4,6). A la luz de este misterio, el sentido del precepto veterotestamentario sobre el día del Señor es recuperado, integrado y revelado plenamente en la gloria que brilla en el rostro de Cristo resucitado (cf. 2 Co 4,6). Del «sábado» se pasa al «primer día después del sábado»; del séptimo día al primer día: el dies Domini se convierte en el dies Christi!

(Dies Domini 18, Juan Pablo II)

 

Para la Semana

Lunes 18:

Dn 9,4b-10. Hemos pecado, hemos cometido crímenes.

Sal 78. Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados.

Lc 6,36-38. Perdonad, y seréis perdonados.
Martes 19:
San José, esposo de la Virgen María. Solemnidad.

2S 7,4-5a.12-14a.16. El Señor Dios le dará el trono de David su padre.

Sal 88,2-3.-5.27.29. Su linaje será perpetuo.

Rm 4,13.16-18.22. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza.

Mt 1,16.18-21.24a. José hizo lo que le había  mandado el ángel del Señor.
o bien:

Lc 2,41-51a. Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados
Miércoles 20:

Jer 18,18-20. Venid, lo heriremos con su propia lengua.

Sal 30. Sálvame, Señor, por tu misericordia.

Mt 20,17-28. Lo condenarán a muerte.
Jueves 21:

Jer 17,5-10. Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor.

Sal 1. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.

Lc 16,19-31. Recibiste tus bienes, y Lázaro males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces.
Viernes 22:

Gén 37,3-4.12-13a.17b-28. Ahí viene el soñador, vamos a matarlo.

Sal 104. Recordad las maravillas que hizo el Señor.

Mt 21,33-43.45-46. Este es el heredero: venid, lo matamos.
Sábado 23:

Miq 7,14-15.18-20. Arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos.

Sal 102. El Señor es compasivo y misericordioso.

Lc 15,1-3.11-32. Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido.