Pedir una señal a Dios es una acción estrambótica, típica del desconfiado. Lo mismo hizo el padre de Juan Bautista cuando el ángel le contó que su anciana mujer iba a concebir un hijo, no se lo creyó, le pareció que había tenido una visión de pesadilla. A mí dadme una señal, dice el escéptico, y entonces ya veré lo que hago. El que ama, sencillamente se fía, porque sabe que lo que el amado cuenta es palabra de honor, palabra irrevocable. Si el Señor dijo, “yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá”, sólo un enamorado dice “me lo creo porque te conozco y deseas todo el bien para mí”. Porque sólo el amor es digno de fe.

Recuerdo el caso de un amigo sacerdote que tras realizar la unción a un enfermo, la gracia del sacramento le salvó la vida. El enfermo, a quien los médicos habían desahuciado, recuperó su vida ordinaria. Su mujer, una persona no creyente, se dirigió al sacerdote y le dijo, “muy bien, me has devuelto a mi marido y te lo agradezco, pero esto no me hace creer en Dios”. ¿No resuenan aquí las palabras del Señor en el Evangelio “al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”. Porque el creyente, el amante, se fía y su confianza brota de una fuente que nunca se agota.

El Señor dice a los que se apretujaban para oírlo, “esta generación pide una señal, y no se le dará más que un signo, el signo de Jonás”, que estuvo tres días en la panza del cetáceo. Aquí el Señor hace el spoiler de su propia muerte, adelanta que el milagro verdadero que Dios propone al mundo será su muerte, su reducción a cenizas. Y allí es donde los enfermos del mundo se reunirán para poder mirar algo asombroso, las llagas de Dios son llagas humanas clavadas a una cruz. Nada tan consolador para quien sufre que encontrarse delante de un Dios que conoce el significado en profundidad de la palabra “empatía”, se pone en nuestro lugar, mira el sufrimiento humano desde el suyo y nos salva muriendo.

¿Hace falta un signo mayor? ¿Quién se atreve a tanto? Por eso, estos días de Cuaresma contemplamos a diario la señal silenciosa de la cruz: un Dios mudo, traspasado y enamorado, he ahí el milagro.