Para Dios el ser humano es sagrado. Dios vive en la emoción de ver a su criatura no como un pieza que ha salido de su estudio de artista, sino como al hijo con quien establecer intimidad. No somos piezas de artesanía de un taller, sino hijos. Dios ha cambiado el vulgar arrebato de la madre, “yo por mi hijo mato”, por el “yo por mi hijo muero”. Estos días leo un magnífico estudio de arte escrito por el inglés Julian Barnes. En sus palabras sobre el pintor Lucien Freud dice que en sus obras, los retratados que comparten un mismo lienzo, nunca están en interacción, entre ellos no existe trato, sólo una fría contigüidad. Están próximos, pero a una distancia infinita que advierte el espectador. En cambio, Dios nos creó para establecer un lazo eterno que ni la muerte es capaz de corromper con su disfraz de aniquiladora.

Por eso, Cristo se toma tan en serio al hombre. Dice el Evangelio de hoy que el que se irrite contra su hermano merece ser condenado por un tribunal. Habla de irritación, esa moneda corriente de nuestras conversaciones. Lo doloroso de la frase del Señor es que la leemos después de que ayer mismo nos hayamos irritado seguro con un par de personas. Si no, ponte a prueba, haz recuento de la jornada de ayer y piensa cuál ha sido la calidad de tu trato con los que se han topado contigo. Cuánto nos cuesta el otro. Una de las pruebas de que vamos siempre por delante en las conversaciones es nuestra manera de escuchar. Parece que vivimos con dos opciones. La primera es oír a quien te cuenta sus dolores como si fueras el mero silencio inactivo que le hace falta para que se desahogue, pero en ti no se ha movido un solo gramo de comprensión, tu corazón sigue desinflado y vacío de interés. La segunda opción es la de oír al que sufre con el dolor de vernos nosotros en su situación, acomodando su reacción a la que nosotros hubiéramos tenido en su lugar. Con lo cual no terminamos de escapar de nuestras vísceras. La escucha divina, la que Dios pide de su criatura, es la que nos hace escuchar al otro como al ser más sagrado que en ese momento necesita un acompañamiento real, en el que yo cambio de posición y le observo desde dentro, desde su propia intimidad. Pero hace falta mucho silencio y mucha Eucaristía para llegar hasta aquí.

La incomprensión, la irritación, la indiferencia, el menosprecio, la crítica que se profiere, la crítica que se calla, la vulgaridad y superficialidad en los comentarios, todo ello es materia que debe llevarse ante el tribunal de la confesión. A veces escatimamos un estudio sereno de nuestras reacciones porque preferimos improvisar en la vida y evitarnos tanta responsabilidad. Pues Dios no nos hizo para soportarnos, sino para llevarnos los unos a los otros en las entrañas, y esto nos es incomprensible. Como Dios ha hecho muy bien las cosas, aquel que llega a perdonar o a entender lo que pasa por el corazón ajeno, experimenta dentro de sí el encendido de una vela. Inmediatamente sale un sol muy pequeño que se pone a danzar en lo profundo del ser, y uno no sabe que ha pasado. De esa recompensa divina es de la que habla el Señor recurrentemente en el Evangelio