El amor a los enemigos, esa especie de mandamiento antinatura que nos repele de sólo recordarlo, lo practicó el Señor en vida. Cuando cosido a la cruz oía los reproches, padecía las injurias y los dolores que le proferían tirios y troyanos, comenzó a gritar, “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Ya en vida el Señor había comentado a los suyos que su corazón era manso (qué palabra más hermosa, manso), y aquí la mansedumbre se le asomó a los labios. Sólo el que conoce a fondo el corazón ajeno sabe de su incertidumbre y de lo mucho que abunda en cobardías que le inmovilizan. Por eso, el conocer la incapacidad de una persona, hace que al afrentado le venga un movimiento de aproximación. Piensa por un momento, ¿y si detrás de tanto insulto que ese enemigo te profiere no hay más que una víctima del maltrato de su familia, o quizás sea un envidioso a quien le gustaría tener tu alegría o tu coche?

Pero esto no es fácil de visualizar. Hasta aquí lo que aprendemos de la vida del Maestro. Para nosotros simplemente llegar a pensar así es una hazaña milagrosa, de libro. Por eso el Señor está esperando a que en un rincón de nuestra oración silenciosa le digamos, “Señor, es que no sólo no puedo amar a mi enemigo, es que me siento incapaz de perdonarlo, es más, es que si pienso en él no puedo dormir de la irritación que me produce, y no se me ocurre ni pasar cerca de su casa porque si lo veo es posible que me ponga en ocasión de matarlo allí mismo”. Pero este pensamiento es una joya, en serio. La franqueza con uno mismo es la estrella más rutilante de la sabiduría, y nunca hay que despreciarla, es el punto de arranque del milagro que hay que pedir al Señor.

No le des más vueltas, amar al enemigo es un milagro. Pero si piensas detenidamente, el hecho por sí de amar también lo es. Somos tan ruines que soportamos poco incluso a quienes viven con nosotros, con quienes hemos hecho alianza o fundado una familia. Cuántas veces los padres desearían evitar ese abismo de futilidad que es la adolescencia, periodo en el que están dispuestos a claudicar de su responsabilidad para no llevarse por delante las majaderías de los hijos. El amor es un milagro, y si sigues explorando todo lo tuyo te vendrá la risa, porque caerás en la cuenta de que lo verdadero que hay en ti es el cruce de tu incapacidad con la omnipotencia divina.

Cuando la acción humana termina en una súplica, entonces Dios se ayunta al hombre y lo transfigura.