Comentario Pastoral

CONVERSIÓN INAPLAZABLE

En este domingo se nota una intensificación del espíritu cuaresmal. Es el primer domingo de los escrutinios, es decir, de examen verificador y de catequesis de los catecúmenos que van a ser bautizados en la Pascua. Hoy, los cristianos actuales, como los de la antigüedad, debemos recordar y actualizar las exigencias del bautismo. Una de ellas es la conversión, que significa transformar el corazón, cambiar de costumbres y lograr una nueva visión del mundo y de los valores que imperan en la vida. A la espera de la conversión del hombre, Dios responde con su paciencia, como se nos narra en el episodio evangélico de la higuera estéril. Metidos en el desierto de la Cuaresma, hay que buscar la presencia reconfortante del Dios paciente y del agua fresca de su Palabra, que remedia la sequedad de nuestra poca fe, para poder caminar hasta la Pascua.

Jesús nos enfrenta con el realismo de la vida y de la historia. Nos enfrenta a cada uno con sus propias responsabilidades. Nos lleva a reflexionar sobre los acontecimientos, a descubrir el significado de la historia que a cada uno nos toca vivir y el sentido hondo de los hechos colectivos o políticos, en los que todos estamos implicados.

Estos sucesos, nos señala Jesús, son signo de la precariedad del hombre sobre el mundo y de la maldad que nos rodea y amenaza por la culpa que vamos segregando todos. Nos conducen desde la fe a sentir la solidaridad en la culpa y a comprender la gravedad del momento, por insignificantes que nos puedan parecer nuestras faltas personales nos descubren nuestra condición de pecadores y nos reclaman estar prontos para la conversión. Son como una invitación de Dios a abrirnos más allá de nosotros mismos. Son como índices de lo que Dios quiere: que yo, pecador, me convierta y viva, descubriendo por mí mismo lo que es justo.

Conversión significa «estar abiertos al misterio del reino como don de amor y urgencia de un cambio que es posible». Sin este cambio, llegará la muerte como pérdida y fracaso. Si nos convertimos, el mal, el dolor y la muerte serán camino hacia el misterio, hacia la vida de Dios que ya tenemos.

No cabe el pesimismo sombrío, sino la conversión y la esperanza en un cambio fundamental que permita a la persona y a la comunidad humana y eclesial realizar su destino. Si las cosas van mal no cabe resignarse, desmoralizarse o inhibirse, sino ponerse manos a la obra para enderezar el rumbo torcido y colocar la vida y la historia en su ruta verdadera.

Ésta es la llamada a la conversión, propia del tiempo de Cuaresma y de todo tiempo: si no os convertís, todos pereceréis.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Éxodo 3, 1-8a. 13-15 Sal 102, 1-2. 3-4. 6-7. 8 y 11
san Pablo a los Corintios 10, 1-6. 10-12 san Lucas 13, 1-9

 

de la Palabra a la Vida

Pensemos en la situación en la que Moisés se encuentra delante de la zarza, en la primera lectura. Tantos sinsabores en la vida, tantas idas y venidas… de repente, en ese espectáculo admirable Moisés se reconoce invitado a poner su confianza en Dios de una forma nueva e insospechada. Ya no es sólo el reconocimiento de un pueblo, es una llamada personal de Dios. En eso consiste la conversión, tema clave del tiempo cuaresmal: en la respuesta a una llamada de Dios, que se comunica cómo y cuando quiere, y conduce al hombre, si se deja este, hacia donde Él quiere.

La fuerza que tiene la presencia de Dios en la zarza ardiente conmueve el cristiano que, en medio del desierto, en el monte de la Cuaresma, busca a Dios para que dé un sentido a su vida, a su esfuerzo y a sus sudores de cada día. Como Moisés, llamado por Dios a comenzar una tarea más allá de sus fuerzas, más allá de sus cálculos, el cristiano encuentra esa misión y ese sentido en las palabras del Señor en el evangelio: «si no os convertís, todos pereceréis».

Moisés es llamado a una conversión profunda para poder guiar a su pueblo según la voluntad de Yahveh, y sin embargo, a su conversión ha de seguir también la de todo su pueblo, pues la voz que va a escuchar de Dios tiene que ser acogida con devoción. La presencia de Cristo, el nuevo Moisés, guiando a su pueblo, nos pone ante la realidad de nuestra llamada a la conversión: en ella se va nuestro caminar por el desierto, se va nuestra vida. La misión que se nos encomienda es la conversión, una conversión que nos permita vivir en comunión con la zarza, entrar en el fuego divino, sin perecer ardiendo en él. La vida eterna, por lo tanto, es el sentido de esta misión. Superior a nuestras fuerzas, superior a nuestros cálculos. Dicho de otra forma, fruto imposible para esta higuera que somos nosotros.

Sin embargo, contamos con la ayuda de quien hace que no haya nada imposible: Dios, como buen y paciente viñador, dispondrá de todo lo necesario para que demos ese fruto que hoy parece inalcanzable. Después de más de dos semanas de Cuaresma, el cristiano ha podido experimentar ya, a poco que lo haya tomado en serio, el rigor de este tiempo, la exigencia de la fe en el Dios vivo. Y aparece la tentación del desánimo en cuanto nos miramos a nosotros mismos. No voy a poder. No llego. Como Moisés ante la zarza, podríamos nosotros dudar ante Dios. Pero Dios nos advierte: «El que soy» está siempre con vosotros.

Vais a afrontar esta tarea no para unos días, sino «de generación en generación». Por eso, sin duda, podemos cantar con el salmo: «El Señor es compasivo y misericordioso, enseñó sus caminos a Moisés». Así nos enseña a nosotros que en Dios se dan a la vez, paradójicamente, la urgencia de la llamada a la conversión en los actos concretos de nuestra vida, con la paciencia generosa de Dios que espera nuestra conversión. Para el evangelista Lucas la paciencia del Señor es un tema muy importante: así se manifiesta en Cristo la piedad del Dios de Israel, el amor por los suyos, su ternura comprensiva más allá de donde llega la nuestra.

La Cuaresma nos pone en la perspectiva de esa capacidad de Dios para perdonar, para dar más amor y así hacernos más fácil nuestra conversión. Su amor busca ablandar nuestro corazón para que crea más en Él y le prefiera, y se confíe, como Moisés con la zarza. Nuestra piedad de vuelta a Dios se manifiesta en ese deseo de cumplir la voluntad de Dios, de vivir confiados en su amor, como le pide a Moisés y a Israel. En el misterio, como Dios aparece en la zarza, aparece en la liturgia. Dios es nuestro compañero de camino en la Cuaresma. Nos acompaña para indicarnos cómo avanzar y hacia dónde. ¿Escucho cómo Dios me pide que cambie, en concreto? ¿Veo pasos en mi conversión cuaresmal? Es un buen principio entrar en la liturgia con corazón humilde, a escuchar, a reconocer a Dios. Eso me servirá también para la vida.


Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Celebramos el domingo por la venerable resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo en Pascua, sino cada semana»: así escribía, a principios del siglo V, el Papa Inocencio I, testimoniando una práctica ya consolidada que se había ido desarrollando desde los primeros años después de la resurrección del Señor. San Basilio habla del «santo domingo, honrado por la resurrección del Señor, primicia de todos los demás días». San Agustín llama al domingo «sacramento de la Pascua».

Esta profunda relación del domingo con la resurrección del Señor es puesta de relieve con fuerza por todas las Iglesias, tanto en Occidente como en Oriente. En la tradición de las Iglesias orientales, en particular, cada domingo es la anastásimos heméra, el día de la resurrección, y precisamente por ello es el centro de todo el culto.

A la luz de esta tradición ininterrumpida y universal, se ve claramente que, aunque el día del Señor tiene sus raíces -como se ha dicho- en la obra misma de la creación y, más directamente, en el misterio del «descanso» bíblico de Dios, sin embargo, se debe hacer referencia específica a la resurrección de Cristo para comprender plenamente su significado. Es lo que sucede con el domingo cristiano, que cada semana propone a la consideración y a la vida de los fieles el acontecimiento pascual, del que brota la salvación del mundo.

(Dies Domini 19, Juan Pablo II)

 

Para la Semana

Lunes 25:

Is 7,10-14;8,10. Mirad la Virgen está encinta.

Sal 39. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

Hb 10,4-10. Está escrito en el libro: «Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad».
Lc 1,26-38. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo.
Martes 26:

Dan 3,25.34-43. Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde.

Sal 24. Señor, recuerda tu misericordia.

Mt 18,21-35. Si cada cual no perdona de corazón
a su hermano, tampoco el Padre os perdonará.
Miércoles 27:

Dt 4,1.5-9. Poned por obra los mandatos.

Sal 147. Glorifica al Señor, Jerusalén.

Mt 5,17-19. Quien cumpla y enseñe será grande.
Jueves 28:

Jer 7,23-28. Aquí está la gente que no escuchó la voz del Señor, su Dios.

Sal 94. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón».

Lc 11,14-23. El que no está conmigo está contra mí.
Viernes 29:

Os 14,2-10. No volveremos a llamar Dios a la obra de nuestras manos.

Sal 80. Yo soy el Señor, Dios tuyo: escucha mi voz.

Mc 12,28b-34. El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y lo amarás.
Sábado 30:

Os 6,1b-6. Quiero misericordia, y no sacrificios.

Sal 50. Quiero misericordia, y no sacrificios.

Lc 18,9-14. El publicano bajó a su casa justificado,y el fariseo no.