El misterio de la Encarnación que hoy celebramos indica el comienzo de la vida humana del Unigénito de Dios. Lo ocurrido hace dos mil años en Nazaret conllevó un doble ocultamiento. El primero consiste en que el sol se convierte en una pequeña bombilla; Aquél que es eterno e inmenso asume una diminuta naturaleza creada. El salto del infinito más absoluto al finito más pequeño e indefenso en el seno de María.

La experiencia humana de infinito más accesible a todos podría ser la de contemplar las estrellas en una noche despejada y lejos de la civilización para evitar la contaminación lumínica; y tumbado en el suelo te dejas abrazar por el universo que contemplas, los millones y millones de estrellas, su frío aspecto, su imponente lejanía. Ese abismo de infinita grandeza te hace consciente al mismo tiempo de tu propia pequeñez, de vivir en algo mucho menor que un grano de arena flotando en el aire. Y experimentas a su vez el abismo de finitud de tu propia existencia: eres una criatura realmente pequeña y breve, un instante imperceptible al lado de aquellos gigantes luminosos infinitamente lejanos que llevan millones y millones de años allí.

Hablemos del segundo ocultamiento, que nos es mucho más accesible, aunque no menos misterioso. Me refiero al momento mismo de la concepción. La Virgen María dijo que sí al anuncio del ángel: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Entonces, por obra y gracia del Espíritu Santo y cumpliendo la profecía de Isaías, el Verbo de Dios se hizo carne en las entrañas de la humilde nazarena. Así estableció su morada en la tierra: en un óvulo fecundado en el seno de María.

Es un momento invisible al ojo humano, muy oculto. Incluso para la mujer que concibe, ese momento exacto en que aparece una nueva persona en su seno resulta desconocido. En María se produjo en el instante mismo de su «sí». Pero el resto de mujeres no conocen el instante exacto de la concepción, aunque en realidad sí lo haya. Se manejan fechas aproximadas, pero en tiempo posterior a la relación conyugal sólo a través de la tecnología actual se podría detectar el momento mismo de la fecundación.

Todos los seres humanos hemos tenido un comienzo así: venimos a la existencia en el momento de la concepción. El instante antes de esa concepción no somos nada; pero tras la concepción, ya lo somos todo. En Jesús el proceso tiene un movimiento inverso: el instante antes lo es Todo infinito; el instante después, disminuye infinitamente hasta el tamaño de un óvulo fecundado. Esta Encarnación de Dios, origen del Evangelio, revela lo que tiene de divino cada concepción humana.

Y hoy más que nunca hay que recordar el don divino de cada vida humana, que comienza con el instante de su concepción. Resulta contradictorio, por no decir esquizofrénico, que coincidan al mismo tiempo unos avances tecnológicos tan clarificadores sobre el comienzo de la vida humana y al mismo tiempo se oculte esa verdad evidentísima por intereses ideológicos también más que evidentes. ¿No estamos en la era en que la ciencia nos guía hacia una nueva humanidad más perfecta? ¡Pero si se niega sistemáticamente lo que evidencia la misma ciencia! Ésta es la prueba que condena las ideologías contrarias a la vida humana: ahí están los estudios biológicos y genéticos, al os que se han de añadir otras muchas disciplinas: nos permiten asomarnos cada vez con mayor precisión al misterioso don de la vida, su comunicación y su origen. Es maravilloso saber que el ADN —nuestro DNI biológico—, lo más genuino que tiene cada una de las personas que habitamos este mundo, se da en ese momento oculto a nuestros ojos. ¡En la concepción ya lo somos todo! Tan sólo necesitamos tiempo para desarrollarlo. ¡Viva la vida! ¡Y viva la Vida, que se ha encarnado en María!