Seguro que tienes deudas o algún crédito que pagar. Quizá te has casado con el banco a través de una hipoteca. Vivimos en la era de las deudas económicas: las estadísticas sociológicas coinciden en que gastamos más de lo que tenemos porque acudimos mucho al crédito, un dinero “virtual” que existe en el futuro; a cambio nos permite disfrutar de un coche, unas vacaciones, una reforma, etc. Este tipo de deudas quedan negro sobre blanco a través de contrato. Y como no pagues, se te cae el pelo.

Pero ¿somos igualmente conscientes de nuestras deudas no materiales? Jesucristo pone hoy un ejemplo que va de lo material a lo espiritual. Son dos tipos de deuda, pero con una conexión evidente: las personas que están implicadas.

Antiguamente, el Padrenuestro se traducía así: “perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. De pequeño me llamaba la atención esa expresión: no entendía porqué si uno adquiere una deuda, en la oración de Jesús se daba la opción de perdonarla, así, sin más. El equívoco se solucionó con la nueva traducción: “perdona nuestras ofensas”. Entonces quedaba más claro.

Todos tenemos deudas espirituales, bienes espirituales que hemos recibido como un don y que superan lo que podríamos devolver: el cariño y sacrificio de nuestros padres, la fidelidad de los amigos, la educación de nuestros maestros y catequistas… Y seguramente que, echando la mirada atrás, vemos nuestros fallos, nuestros errores, nuestra falta de correspondencia a tanto como hemos recibido. Se trata de nuestros defectos, y sobre todo de nuestros pecados. El amor es traicionado. Y así se va escribiendo la lista de nuestras deudas.

Subimos hasta el último peldaño: el gran amor que Dios nos tiene. Se manifiesta en su misericordia: “Señor, recuerda tu misericordia”, respondemos en el salmo. Y desea que todos sus hijos practiquemos la misma medida que usa con nosotros. De hecho, en la Escritura, el Señor constantemente denuncia la dureza del corazón. Paraliza el amor y permite al egoísmo campar a sus anchas.

La cuenta en rojo de nuestras deudas con el Señor son nuestros pecados. Sólo la humildad ante su mirada misericordiosa es la respuesta apropiada. Sólo Dios salva, redime, pues sólo Él llega a lo profundo del corazón para restaurarlo.

Todos los días en la celebración de la eucaristía, el sacerdote, tras ofrecer el pan y el vino, se inclina y dice en secreto una oración llena de humildad, que podemos aprendernos de memoria para repetirla con frecuencia: “Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia”. Esta oración preciosa, pero habitualmente desconocida, se toma de la primera lectura de hoy.