Hoy nos toca abundar en lo que ayer comentábamos. El orgullo de aferrarse a las tradiciones, por un lado, o la tendencia a dejarse llevar por los clichés de moda, por otro, ciegan la disposición del corazón para recibir la constante novedad de Dios.

Jeremías señala incisivamente este pecado: “caminaron según sus ideas, según la maldad de su obstinado corazón […] endurecieron la cerviz y fueron peores que sus padres”. Palabra duras, pero verdaderas. Alguno se convertiría cuando las pronunció. Quizá también nos remuevan hoy.

La santidad va en frasco pequeño, como las esencias. Marida mal con tradicionalismos o convencionalismos de moda. No suele ser fenómeno de masas, pero en realidad mueve el mundo. Evita exponerse ante las cámaras o regocijarse en grandes aplausos. Busca la verdad del corazón, no lo que el corazón decida que es verdadero. No se refugia tras una máscara, sino que vive con sencillez.

Todo eso rompe el orgullo, nuestro orgullo. Nos da luz para ver mejor el paso de Dios: hoy expulsa un demonio mudo. Mañana un demonio vanidoso, y otro lujurioso, y otro perezoso… Si el mal se evade de nuestras vidas es porque el Señor vive en nosotros y nosotros con Él.

Ojalá nunca nos confundamos, no sigamos lo que las masas digan u opinen. Sería un fracaso en nuestra vida que acabáramos uniéndonos a la masa: “echa los demonios por arte de Belzebú”.

Meditemos hoy sobre la dureza de corazón y pidamos a Jesús que se haga realidad lo que nos dice el versículo antes del evangelio: “Convertíos a mí de todo corazón, porque soy compasivo y misericordioso” (Jl 2,12-13). ¡Ojalá escuchemos hoy la voz del Señor y no endurezcamos nuestro corazón!