“Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti”. Uno de los temas que se aborda con más frecuencia en la predicación cristiana es la que hace referencia a la oración. Algunos piensan que para iniciarse en semejante “instrucción” son necesarias una serie de cualidades especiales, y unas predisposiciones tan señaladas, que son verdaderamente pocos los que pueden adentrarse en la práctica de la oración. De esta manera, son muchos los que reducen la oración a meros rezos vocales (que son importantes), o a la práctica de determinadas devociones piadosas (que también son importantes). Sin embargo, hablar de oración es, en primer lugar, adoptar una actitud, y ésta no es otra sino saber a quién me dirijo, por qué me dirijo a él, y cómo me dirijo a él. Se nos dice que orar es hablar con Dios; y, desde este sencillo punto de partida, sobraría cualquiera otra definición. Pero si hemos aludido a las anteriores condiciones necesarias para la oración, no es otro el motivo, sino el de resaltar la importancia que tiene para el cristiano una verdadera disposición orante.

En la oración nos dirigimos a Dios. Él es mi Padre y creador, sentido y fin de todas las cosas (pasadas, presentes y futuras); en Él todo el orden creado tiene la existencia que le conviene, así como el que la mayoría de las criaturas le den gloria, aunque sea de forma “instintiva”. El ser humano, sin embargo, es de una “pasta” especial; tiene una responsabilidad muy concreta recibida del Creador: llevar a término todas las cosas iniciadas por Dios. De hecho, el hombre está configurado a imagen y semejanza Suya, es decir, goza de libertad.

Decir que Dios lo es todo, y yo nada, valdría para explicar el motivo de dirigirme a Él en la oración. Pero esto, para algunos, puede resultar poco eficaz en el orden las cosas. Es más, para otros serviría como excusa para la pasividad o el mero quietismo, es decir, lo que vulgarmente se denomina “pasar de todo”. Sin embargo, paradójicamente, ese reconocimiento de la “nada” personal es algo que exige mucha más actividad de la que se puede pensar. En primer lugar, una predisposición, es decir, una actitud por “empaparse” de todo aquello que provenga de Dios; y esto, en definitiva, se llama “gracia”. La Eucaristía, la Reconciliación, y los sacramentos en general, son ya algo que nos preparan para tener ese vínculo que exige la oración. En segundo lugar, se encuentran las virtudes (no los manoseados “valores”, que corresponden a otro orden), y que todo cristiano ha de buscar para despojarse de aquello que resulta un impedimento para su relación personal con Dios.

Respecto al “cómo” de esa oración, existen multitud de aspectos. Sin embargo, deberíamos ceñirnos a dos: la sencillez y la perseverancia. La oración es sencilla cuando uno, sin grandes complicaciones ni disquisiciones, se dirige a Dios como quien habla con un amigo, un padre o un confidente. Sabe, a ciencia cierta, que aquello que pida se le concederá si resulta ser un bien para su alma; pero, sobre todo, se sabe escuchado y pone atención en escuchar, que es quizás lo más importante; para ello, la oración por excelencia es la que enseñó Jesús a sus discípulos: el Padrenuestro (oración que, por otra parte, vale la pena “paladearla” y “saborearla” sin prisas, y con espíritu de contemplación).

¿Qué ocurriría si todos nuestros actos, pensamientos y palabras estuvieran impregnadas de oración?… He aquí el segundo aspecto de la oración: la perseverancia. Jesús repitió en alguna que otra ocasión la conveniencia de orar siempre. No se trata de caer en la obsesión, o en un mal entendido perfeccionismo, donde uno deja de comportarse con naturalidad, para pasar a la autocensura de que “no se puede llegar a todo”. Más bien, se trata de recoger las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy y, de esta manera, adquirir nuestra auténtica condición de hijos de Dios: “No hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado. El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que le agrada”. Y ésta, es la normalidad que Dios nos pide.