Al comienzo del texto de Daniel aparecen las palabras del rey Nabucodonosor que, bajo amenazas de muerte, llega a conminar a Sidrac, Misac y Abdénago: “¿Qué dios os librará de mis manos?”. No se trata ahora de analizar los resultados de las charlas dadas, o la gente que se hubiera confesado, ni si hubo cualquier tipo de agradecimiento. Lo importante de todo esto, amigos míos, es que, en contra de Nabucodonosor, tenemos un Dios que no solamente nos libra, sino que nos ama hasta extremos insospechados. Quizás me deje llevar por el entusiasmo de las pocas ocasiones que tengo la posibilidad de ejercer ese sacerdocio que se denomina “cura de almas”, pero resulta algo tan estremecedor que, más allá de cualquier acto de fe, uno se siente impelido a dar gracias a Dios por lo patente de su obrar en las almas.

Y mi agradecimiento también a esos buenos sacerdotes, amigos míos, que con su conducta y ejemplo me presentan el rostro de Cristo ante mis propias “narices”, no como una figura ideal sin más, sino encarnado en sus propias vidas, que con su abnegación y labor escondida (y tantas veces injustamente considerada), saben encontrarse con ese Jesús del alma, desde que se levantan hasta que se acuestan, con el convencimiento de que podrían haber hecho las cosas mejor, pero que no se trata de lo bueno realizado, sino la manera en que han buscado ser instrumentos de Cristo. Son cosas que no se ven a los ojos de la gente, pero resultan de tan extraordinaria eficacia, que Dios sigue depositando en la manos y en los labios de estos sacerdotes las mismas acciones que su Hijo encomendó a sus apóstoles. Y es que la eficiencia de lo sobrenatural, no se escribe en diplomas ni en monolitos conmemorativos, sino que queda grabada a fuego en los corazones de aquellos que, oyendo las palabras de estos sacerdotes, reconocen las mismas palabras de Jesús.

En definitiva, el Evangelio de hoy también habla de esos mis buenos amigos sacerdotes que, a pesar de sus limitaciones y las dificultades que todos, de una manera u otra podamos tener (gracias a Dios, ¡somos tan humanos!), saben escuchar la recomendación del Señor, y luchan, cada día, para ponerla en práctica: “Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.