Comentario Pastoral

EL PRIMER DOMINGO DEL AÑO

Hoy se estrena el «aleluya», hoy renace la luz, hoy es nueva la llama del cirio. La tumba está vacía, los ángeles luminosos se aparecen, las mujeres se turban, Magdalena de pronto ve al Maestro, los discípulos se conmueven, dos apóstoles corren hacia el sepulcro, otros dos se marchan tristes camino de Emaús. ¿Qué ha pasado? Cristo ha resucitado, ha vencido a la muerte, ha triunfado sobre el pecado. Pascua es la fiesta de la alegría en nuestra certeza final de la Resurrección.

Hoy es el primer y principal domingo del año litúrgico, con dos celebraciones singulares que se complementan: la vigilia pascual de la noche y la misa del día. La liturgia no se cansa de repetir el mismo estribillo: «Ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así pues, celebramos la Pascua. Aleluya». El entusiasmo de la Iglesia se expresa en la bendición de este domingo: «Éste es el día en que actuó el Señor». Después de las tinieblas de la Semana Santa se ha levantado para siempre el sol de la Resurrección. Por eso los creyentes en Jesús cantan el cántico nuevo, el himno de la liberación definitiva, el aleluya sin fin. Hoy celebramos al Cristo de la gloria, al Resucitado, al Primogénito de entre los muertos, que es prenda de nuestra resurrección futura.

Este Domingo de Resurrección es tan grande que la Iglesia convierte casi en domingo los ocho días que le siguen, celebrando la octava de Pascua. Parece como si la Iglesia no quisiera acabar este gran domingo, fiesta de las fiestas y solemnidad de las solemnidades. Su grandeza es tal que toda la comunidad cristiana se siente hechizada con un mismo sentimiento de júbilo. Esta octava está consagrada, ante todo, a la toma de conciencia del hecho mismo de la Resurrección de Cristo y al recuerdo del Bautismo.

Conforme a una antiquísima tradición, común a la mayoría de las Iglesias, se leen los Hechos de los Apóstoles durante estos ocho días y a lo largo del tiempo pascual que culmina en Pentecostés. Este libro es una especie de continuación del Evangelio según San Lucas. Dicho evangelista describe en este tomo segundo de su obra el nacimiento y desarrollo de la Iglesia, de la misma forma que en el Evangelio describió el nacimiento y ministerio de su fundador. Muestra la vida y expansión de la Iglesia bajo el influjo del Resucitado y del Espíritu Santo, que fue enviado por Jesús ya desde sus comienzos. A lo largo de esta octava se leen también los textos evangélicos que narran las apariciones de Jesús, textos que renuevan el júbilo de la Pascua.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43 Sal 117, 1-2. l6ab-17. 22-23
san Pablo a los Colosenses 3, 1-4 san Juan 20, 1-9

de la Palabra a la Vida

Como un eco del Big Bang que supone la resurrección de Cristo, en la que todo es recreado, la oscuridad de la noche es transformada por la luz de la aurora, esa primera luz de la mañana que anuncia el levantarse del sol para iluminarlo todo… porque, en la Pascua de Cristo, todo ha sido hecho nuevo. Hablar de «todo», ciertamente, es mucho hablar… por eso, conviene empezar por lo más inmediato al acontecimiento aquel. Hasta los atemorizados discípulos han sido hechos nuevos, han sido transformados en autorizados testigos de la victoria pascual de Cristo. Sí, Cristo, que transformó durante su vida la ceguera en visión, la parálisis en movimiento y el pecado en perdón, ahora, por el misterio de su muerte y resurrección, transforma la muerte en vida, la tristeza en esperanza y la desorientación en sentido.

El nuevo ser de Cristo lo transforma todo, y el Hijo de Dios es ahora el Mesías glorificado: el que cumplía las Escrituras en vida, las cumple también con su muerte y resurrección, y así confiere a los discípulos autoridad, una autoridad que le era propia, para que ellos puedan también salir por las calles y las plazas a contar a todas las gentes cómo también ellos mismos han sido transformados. No hablan de teorías, no hablan de deseos o sueños, no son parlanchines que prometen lo que no tienen, de lo que no saben.

Ellos han acompañado, con su tristeza y sufrimiento, la muerte de Cristo, pero ahora experimentan la alegría de la vida eterna, «han pasado ya de la muerte a la vida». Por eso, los discípulos atrevidos de la primera lectura manifiestan la grandeza inagotable de la Pascua de Cristo. Pedro y Juan no se llevan una alegría que cambia su día, que les anima a afrontar mejor el momento presente: descubren el inaudito poder de la Pascua del Señor, la fuerza de su acción, y se ven impulsados a dar profético testimonio de Cristo. Ha comenzado una energía que tiene la capacidad de transformar no sólo al que es su fuente, Cristo, sino también a todos los que creen en Él y reconocen su salvación. Esa energía obra en la celebración de la Iglesia, y es la fuerza del misterio pascual. Esta experiencia que la Iglesia tuvo desde sus inicios, se extiende en el tiempo y en el espacio, de tal manera que la resurrección de Cristo se ve unida a otro misterio: Él sigue presente en medio de nosotros. La Iglesia no solamente cree que Cristo vive, cree unido a ello que vive con nosotros, que no se ha separado de nosotros, y que su presencia con nosotros nos fortalece, nos transforma y nos anima a transformarlo todo.

Por eso celebramos. Por eso nos reunimos a celebrar, para tomar conciencia de la presencia agente de Cristo, para que así nuestra fe se vea capacitada para ver y reconocer a la vez lo que no vemos, y a la vez que vemos y no vemos, creer, como el discípulo amado en aquella mañana. Sólo de creer y experimentar así nace una vida nueva, como la que se nos pide hoy en la segunda lectura.

En la mañana de Pascua, el cristiano, agradecido, busca el fundamento de su fe, que no es nada que nosotros hayamos hecho o protagonizado, sino que es la Pascua de Cristo, fuerza que nos vivifica. Aprender a celebrar dará autenticidad a nuestro testimonio. Dará valentía a nuestro anuncio. Porque «el día en que actuó el Señor» se prolonga, mientras la Iglesia se reúna, para seguir anunciando a Cristo.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica

La catequesis de los primeros siglos insiste en esta novedad, tratando de distinguir el domingo del sábado judío. El sábado los judíos debían reunirse en la sinagoga y practicar el descanso prescrito por la Ley. Los Apóstoles, y en particular san Pablo, continuaron frecuentando en un primer momento la sinagoga para anunciar a Jesucristo, comentando «las escrituras de los profetas que se leen cada sábado» (Hch 13,27). En algunas comunidades se podía ver cómo la observancia del sábado coexistía con la celebración dominical. Sin embargo, bien pronto se empezó a distinguir los dos días de forma cada vez más clara, sobre todo para reaccionar ante la insistencia de los cristianos que, proviniendo del judaísmo, tendían a conservar la obligación de la antigua Ley. San Ignacio de Antioquía escribe: «Si los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a una nueva esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el día del Señor, día en el que surgió nuestra vida por medio de él y de su muerte (…), misterio por el cual recibimos la fe y en el cual perseveramos para ser hallados como discípulos de Cristo, nuestro único Maestro, ¿cómo podremos vivir sin él, a quien los profetas, discípulos suyos en el Espíritu, esperaban como a su maestro?». A su vez, san Agustín observa: «Por esto el Señor imprimió también su sello a su día, que es el tercero después de la pasión. Este, sin embargo, en el ciclo semanal es el octavo después del séptimo, es decir, después del sábado hebraico y el primer día de la semana». La diferencia del domingo respecto al sábado judío se fue consolidando cada vez más en la conciencia eclesial, aunque en ciertos períodos de la historia, por el énfasis dado a la obligación del descanso festivo, se dará una cierta tendencia de «sabatización» del día del Señor. No han faltado sectores de la cristiandad en los que el sábado y el domingo se han observado como «dos días hermanos».

(Dies Domini 23, Juan Pablo II)

Para la Semana

Lunes 22:

Hch 2,14.22-33. A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos.

Sal 15. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

Mt 28,8-15. Comunicad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.
Martes 23:

Hch 2,36-41. Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en nombre de Jesús.

Sal 32. La misericordia del Señor llena la tierra.

Jn 20,11-18. He visto al Señor y ha dicho esto.
Miércoles 24:

Hch 3,1-10. Te doy lo que tengo: en nombre de Jesús, levántate y anda.

Sal 104. Que se alegren los que buscan al Señor.

Lc 24,13-35. Lo habían reconocido al partir el pan.
Jueves 25:

Hch 3,11-26. Matasteis al autor de la vida; pero Dios lo resucitó de entre los muertos.

Sal 8. Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Lc 24,35-48. Así está escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día.
Viernes 26:

Hch 4,1-12. No hay salvación en ningún otro.

Sal 117. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.

Jn 21,1-14. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.
Sábado 27:

Hch 4,13-21. No podemos menos de contar lo que hemos visto y oído.

Sal 117. Te doy gracias, Señor, porque me escuchaste.

Mc 16,9-15. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.