Miércoles 24-4-2019, Octava de Pascua (Lc 24,13-35)

«Dos discípulos de Jesús iban andando a una aldea llamada Emaús». La expectación había sido máxima. Los prodigios de Jesús habían alcanzado su cumbre cuando resucitó a un hombre ya casi descompuesto después de cuatro días. La grandiosa entrada en Jerusalén indicaba la proximidad de la venida del Reino de Dios. Todos estaban convencidos de que iba a ser en esa fiesta cuando Jesús, por fin, iba a revelarse como Mesías con todo su poder y gloria. Sin embargo, todas estas esperanzas acabaron clavadas en la Cruz. Jesús acabó condenado, muerto y sepultado como un bandido, un malhechor y maldito. No podemos hacernos a la idea de la desazón y el desaliento que cundió entre los discípulos del Señor. Nada tenía sentido; todo había acabado para ellos. Habían dado la vida para seguir a un fracasado. Con una enorme tristeza y preocupación en el alma, como el que ha perdido la razón para vivir, dos discípulos decidieron volver, ese mismo día, a su pueblo de Emaús. Por lo menos, pensaban, regrasar a nuestra vida normal nos hará olvidar todo lo que ha sucedido. Vuelven cabizbajos, como dos soldados derrotados tras una dura batalla.

«Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos». Pero Jesús nunca abandona a sus amigos. En persona de un misterioso caminante se acercó a ellos y se hizo su compañero de camino. Sus ojos no eran capaces de reconocerlo por la tristeza, pero Él estaba allí ya. Él es ese misterioso acompañante que no sabemos cómo, cuándo ni por qué, pero va a nuestro paso. No deja de sorprender que Jesuscristo, con todo lo que tenía que hacer por el mundo en el día de su Resurrección, se interesa por la conversación triste y desesperanzada de dos derrotados. A Él le interesan nuestras cosas; es más, disfruta escuchando nuestras penas, porque Él las llevó ya antes por nosotros. Y así, el Resucitado se vuelve a hacer el encontradizo y, como alguien que no sabe, quiere volver a escuchar la historia que Él mismo ha vivido en primera persona. Al escucharla le da un sentido: “¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar así en la gloria?”. No sabemos qué les explicó a aquellos dos discípulos esa tarde… Pero es seguro que, si le insistimos (“¡Quédate con nosotros!”), Él, que camina a nuestro lado, volverá a contarnos una y otra vez la historia del amor infinito de Dios con los hombres.

«A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron». Si pudiéramos buscar una característica común a todos los relatos de las apariciones del Resucitado, nos daríamos cuenta de que Jesús nunca se revela apabullando e imponiendo su presencia gloriosa. Al contrario, el estilo de Jesús es acercarse, esperar, acompañar y suscitar un enorme deseo en los hombres. Y lo mismo hizo con aquellos dos de Emaús. Primero, se puso a caminar con ellos; luego hizo que su palabra ardiera en sus corazones; más tarde, se hizo el huésped inesperado; por último, realizó su gesto más característico: la Eucaristía. Ese es su acto inconfundible, único e irrepetible. No dejó lugar a dudas: aquel misterioso caminante era el mismo que, unos días antes, había ofrecido su Cuerpo y su Sangre por todos los hombres. Ellos le reconocieron al escuchar su Palabra y al partir el pan, ¿yo le descubro vivo y presente en cada Misa?