En la lectura continuada de los Hechos de los Apóstoles leemos hoy que los discípulos fueron llamados ‘cristianos’ por primera vez en Antioquía. Más allá del dato histórico, hoy es un buen día para que, delante del Señor, nos hagamos un acto de adhesión al Señor, para que tomemos conciencia de nuestra identidad de cristianos y nos reafirmemos como seguidores de Aquel que ha dicho de sí: «Yo soy el Camino, la Verdad y la vida» y «Yo y Dios (el Padre) somos uno».

Es fundamental que tomemos conciencia, en este mundo secularizado en el que nos ha tocado vivir, de la identidad que nos hace, en cierto sentido, diferentes al resto. Y estar orgullosos. Nosotros tenemos un motivo para confiar, para tener la paz interior que nadie, excepto nuestro pecado, puede arrebatar, para vivir con la tranquilidad de que los sufrimientos de ahora no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros el día de la vuelta del Señor. Aunque, ojo, esta verdad, además de un orgullo, como decíamos antes, es también una responsabilidad. ¿No vemos tanta gente necesitada de una esperanza cierta sobre la cual se pueda asentar su vida? Hace relativamente poco leíamos en la prensa que España está a la cabeza de Europa en el consumo de ansiolíticos y estimulantes. Claro, cuando falta la paz, llega la ansiedad; cuando vivimos en un mundo en el que la persona no es importante, sino lo que produzca en el ámbito económico y laboral, nos rompemos.

Por eso nuestra condición de cristianos, ante todo, nos libera. Porque nos permite, por ejemplo, vivir el tercer mandamiento, esto es, dedicar a Dios un tiempo más allá de las obligaciones laborales. Tenemos un día, el domingo, que nos recuerda que somos libres respecto al mundo. Pero es verdad que lo estamos perdiendo. Y como esto, tantas cosas. Por eso, urge vivamos como cristianos, que nos reafirmemos en nuestra identidad y vivamos como los primeros cristianos, ajenos a lo pasajero, puestos los ojos en Aquel que nos conforta y da la paz y reconocibles por cómo se amaban entre ellos.