El Evangelio de hoy nos sitúa ‘de vuelta’ al Cenáculo, a la Última Cena. Hemos visto a Jesús, siendo el más grande, en el lavatorio de pies, poniéndose en medio del grupo como el que sirve. Haciendo un mínimo ejercicio de empatía, debemos reconocer que es muy normal que los discípulos se quedaran perplejos ante la subversión que supone que el Maestro les lave los pies. Pero es que es ahí donde han de comprender: si Pedro y los demás quieren –queremos- seguir formando parte del grupo de íntimos del Señor, deberán aceptar el misterio de la entrega divina, de la humildad extrema, del sacrificio, que es lo que constituye el núcleo del cristianismo. Jesús viene a decir que sin humildad nadie puede seguirle. En este sentido, la humildad exige romper con la pretensión del hombre de que todo sea como él quiere. Antes bien, hemos de inclinarnos ante la majestad de Dios. Más aún, sobre todo ante su humildad.

Y para ello debemos comprender que la verdadera humildad no va de abajo arriba, sino de arriba abajo. No consiste en que el inferior reconozca la supremacía del superior, sino en que el superior sepa inclinarse con respeto ante la inferioridad del otro, percibiendo en él una dignidad misteriosa; llena de misterio como misterioso es el creador y padre de todo, también de los más pequeños: Dios. Es lo que hizo Dios al encarnarse y aquello que debemos hacer nosotros. Y Jesús, Dios que pasa como un hombre cualquiera, demuestra que es el mayor humilde de la historia. Se hace hombre con todas sus consecuencias. Es misericordia, pues es Dios que se abaja para abrazar la debilidad y la finitud del hombre.

Así entendemos el perdón como gran acto de humildad: un buscar, recoger y sanar a quien hemos herido en la dignidad que Dios le ha otorgado. O la empatía: abajarnos a la vida del otro, a sus sentimientos, y no poner nuestro ‘yo’ como un yugo sobre el otro. Por eso fue humilde Francisco de Asís: se inclinaba reverentemente ante los pobres y los leprosos: besaba sus llagas porque intuía en ellos un rastro del Señor, a Cristo que pasaba en ellos. El humilde es aquel que descubre que su propia grandeza le viene de la mano de Dios y que todo es don que poner al servicio de Su obra de salvación. Por eso María proclama la grandeza del Señor y subraya su pequeñez.

Pidamos al Señor ser humildes de corazón como Él y un corazón tan grande como el Suyo para ser capaz de limpiar los pies, incluso, a quienes, a ojos humanos, no lo merecen.