Cuando uno conoce la vida de los santos se queda perplejo ante algunos momentos de su vida en los que en su debilidad Dios ha mostrado su poder. No me refiero solo a los milagros contrastados que a veces son muchos, sino a todos esos momentos donde la lógica de los hombres se da de bruces contra una pared que le recuerda su límite: la lógica de Dios. Y es que la santidad no hay quien la entienda desde la mera razón humana; es algo que nos aboca al misterio, que nos señala a Dios como única explicación posible.

Dios se cubre de gloria a costa de aquellos que siendo pobres y humildes se dejan hacer por Él. Así es glorificado Dios, en la vida de los hombres. Y está gloria consiste en que precisamente los hombres tengamos y demos vida, y vida en abundancia. Se puede decir que la firma, la señal que identifica a Dios es esta sobreabundancia del don, la infinidad y variedad de los frutos, su perdurabilidad también. Pero no solo identifica al Maestro, identifica además a sus discípulos. “Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos”.

¡Qué maravilla pensar que Dios nos ha creado para manifestar su gloria en nosotros, que quiere hacer nuestra vida grande y fecunda! Solo que muchas veces el espíritu mundano nos inquieta y nos tienta para explorar otros caminos cuando las cosas no nos salen como habíamos previsto, según nuestros planes. Ahí está servida la crisis. Ese es el momento de la fidelidad y de la confianza, es decir, es la hora de la confesión de fe.

Sabemos bien que todo cuanto somos y tenemos lo hemos recibido de Dios pero una especie de amnesia llega para instalarse en nuestra mente y en nuestro corazón cuando menos lo pensamos. Y entonces estamos tentados de separarnos de Cristo, o al menos de dudar de su palabra y resistirnos al Espíritu que nos empuja hacia adelante y más allá. Es entonces cuando adquieren toda su actualidad las palabras de hoy: “Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí”.

Ahí está la cuestión, el quid del asunto: permanecer en Cristo para que Él permanezca en nosotros. Pues Él y sólo Él es la verdadera vid. Siguiendo con la analogía, si queremos dar uva buena y dulce, no agrazón inmaduro y amargo, tenemos que estar injertados, unidos a Cristo resucitado. Si queremos dar fruto, mucho y eterno no escaso y perecedero, tenemos que dejar que la savia de la cepa de Cristo, la sangre que corre por sus venas, su vida resucitada, anime también nuestra existencia mortal.

Y si llega la cruz a nuestra vida, con su consecuente apariencia de fracaso final, abracémosla con decisión, amorosamente  elegida sabiendo que el Padre, el labrador, aprovecha la ocasión para nuestro bien, pues podando este sarmiento lo hará dar aún más fruto.