«Permanecer» es mucho más que «aguantar»; es algo que implica una perseverancia paciente y llena de amor. Eso es lo que nos pide el Señor, que permanezcamos en Él o mejor dicho, en su amor. Jesús que está dispuesto a abrazarnos eternamente solo está sugiriendo que nosotros no nos soltemos de Él y nos promete que por su parte, no lo va a hacer nunca. Su amor es un sí definitivo. No sé arredra ante nada. No retrocede, nunca se echa atrás. El amor que Jesús tiene hacia nosotros es como el que el Padre tiene hacia Él, es amor perfecto y así, hace posible nuestra respuesta como correspondencia a ese amor.

Jesús correspondió al amor de Dios, su Padre, llevando a término su voluntad hasta el “todo se ha cumplido” de la cruz; obedeciendo al mandato, “escucha, Israel”,  como el siervo de Yahvé atendiendo a su voz: «Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados » (Is 50, 4-5). Así nosotros permaneceremos en el amor de Jesús si guardamos sus mandamientos, si escuchamos cada día lo que quiere para nosotros.

En esto reside la alegría, en saber que cada día podemos amarle más que el día anterior pero menos que el siguiente. La alegría está en saber que junto a Cristo el paso del tiempo siempre comporta un “más”, que avanzamos hacia una plenitud. Porque la experiencia de otras realidades suele ser la contraria: todo decae con el tiempo. Sabemos que siempre los comienzos son apasionantes y que el que estrena algo – trabajo, amistad, matrimonio – lo hace lleno de ilusión pero en eso no hay mérito ninguno, la gracia está en que con el tiempo la experiencia sea cada día mejor. Y eso solo sucede si está Cristo. “Él es anterior a todo, y todo tiene en él su consistencia” (Col 1,17). Lamentablemente cuando jugamos a ser como dioses e intentamos ser nuestro propio fundamento… nos hundimos en la miseria. A alguno le podrá parecer el amor un suelo poco seguro, un cimiento poco firme, en tanto que depende de un “tú” que le ama; pero esto ya no es así cuando quien ama es Jesús. El es el amor y la fidelidad de Dios hechos carne y sangre.

La bienaventuranza de la alegría, la promesa de la alegría plena es una esperanza cierta, no una simple ilusión porque nace de una experiencia real en el presente que apunta a un cumplimiento futuro. Es la experiencia de la alegría de Cristo, el bienaventurado por excelencia, que ofrece esa felicidad, la suya propia, la única e irrepetible a los suyos, a nosotros que queremos seguirle.

Pidámosle que nos muestre cada mañana el camino, que sea nuestro pastor, nuestro maestro, la alegría de nuestro corazón: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador” (Sal 24).