“Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros”. Impresiona leer esto en el evangelio de hoy cuando el asesinato de la misionera Inés Nieves Sancho en la República Centroafricana, ha vuelto conmocionar a la sociedad española. Una trágica noticia que se une a la de los recientes asesinatos de dos salesianos en Burkina Faso. Jesús nos pide que en estos casos recordemos su enseñanza: “No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán”. Por tanto, junto con el dolor y la oración encontramos en Cristo la alegría y la esperanza de la resurrección que vence al pecado y a la muerte.

Cristo nos dice que con su llamada nos ha sacado del mundo del pecado, del mundo de la tiniebla. Ahora “estamos en”, pero no “somos de” ese mundo del que sin embargo seguimos siendo responsables porque también nosotros lo estamos construyendo y a veces, estropeando con nuestro propio pecado. Pero ahora ya no somos suyos, de ese mundo, sino de Cristo y eso desata el odio de sus enemigos. Porque en ese mundo, “el que se mueve no sale en la foto”, es decir que hay que rendir pleitesía al que está por encima aunque sea un tirano; hay que estarse calladitos y no romper la disciplina de partido. Y sucede que cuando uno se atreve a salir de la caverna, a liberarse de la esclavitud de la apariencia y de la mentira de la ideología dominante, entonces se vuelve incómodo. Se convierte en un peligro. Sobra, sin más. Por eso se le persigue. Y se le mata.

¡Qué mal lleva “el príncipe de este mundo” que nos escapemos de sus garras, que rompamos sus cadenas y abramos sus cárceles! Ese es el motivo último de la persecución. Más allá de las situaciones concretas y de las responsabilidades políticas, aquí hay una guerra contra Dios y su obra mejor: la familia humana. Pero en esta guerra nosotros no entramos a las provocaciones ni nos dejamos arrastrar al combate. San Pablo nos dirá: “no os dejéis vencer por el mal antes bien, venced al mal a fuerza de bien” (Rom 12, 21).

“Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen”. Esta palabra de Jesús desde la cruz sigue estando presente en los labios de los mártires de Cristo, desde el primero de todos, Esteban, que lapidado cayó de rodillas diciendo: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado”, hasta la última misionera degollada a manos de unos saqueadores que asaltaron su casa.
Es la omnipotencia del perdón que saca del mal un bien mayor. Es el poder infinito del amor que hace avanzar a la historia hacia adelante hasta su consumación. Esta es la gran reacción en cadena que comenzó en la cruz y que como las ondas en la superficie del agua se propagan imparables en el lago cuando arrojamos una piedra. La predicación del evangelio de la gracia y de la misericordia genera una reacción en cadena imparable por la cual el mundo se va transformando y los hombres se van renovando. “Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom 12, 2). Es la victoria de Cristo, el Cordero degollado, que con su sangre derramada por nosotros y por todos los hombres nos ha regalado el perdón de los pecados. Por eso al Nombre de Jesús toda rodilla se doblará en el cielo, en la tierra y en el abismo.

Hoy la Iglesia que es nuestra madre nos anima a hacer cómo los primeros Apóstoles que obedecieron a Dios y desobedecieron a las autoridades judías. “Os habíamos dado órdenes estrictas de no continuar enseñando en este nombre, y he aquí que, habéis llenado a Jerusalén con vuestras enseñanzas, y queréis traer sobre nosotros la sangre de este hombre” (Hch 5, 28). Sí, no podemos dejar de hablar de este Nombre: “Jesús”, que significa “Dios salva”. Aunque nos persigan. No nos sorprenderá. Ya nos lo ha enseñado el Señor: “Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió”.