No puedo evitar hablar hoy de Mamadou. Nació en Senegal, diez años en España trabajando en la construcción y más de quince días en el hospital desde que un accidente laboral le dejó impedida su pierna derecha. Tiene una habitación para él solo en el ala calurosa del hospital. Vive en un desorden deliberado e impide que las enfermeras y personal de la limpieza se acerquen a su territorio. Más de un sanitario lleva en algún brazo mordiscos de Mamadou porque es peligroso y violento. La doctora que lo atiende me dice que el equipo no se hace con él, y me lo cuenta triste, como si hubiera dedicado los últimos años de su profesión a un solo caso. Tampoco el equipo de psiquiatría ha encontrado en él avisos de depresión, esquizofrenia, enajenación.

Mientras van pasando los días, el suelo de la habitación de Mamadou se llena de peladuras de naranja y a veces hace sus necesidades donde le viene en gana. Esta mañana estuve con él y me puse firme, me senté frente a su cama en una butaca que tuve que limpiar con el dorso de la mano, “Mamadou, ya basta, conozco a una persona que puede ayudarte, se ocupa de casos que están en riesgo de exclusión laboral. Quizá la pierna te impida moverte pero tienes dos manos, no te rindas”. Mamadou me oye bajo una sábana azul que se echa en la cara cada vez que un intruso aparece en su territorio, “vale, no quieres vivir, pero no esperes que los demás paguen por tu orgullo”.

Mamadou no quiere dejarse ayudar, ha dicho que no a todos cuantos le han dado la mano, y cuando el ser humano dice que no desde lo más profundo de su corazón, no hay tsunami que se lleve la negativa por delante. Es el NO de Don Giovanni ante el comendador en la ópera de Mozart. Por tres veces, y ante los apremios de la estatua, “¡arrepiéntete, desalmado!”, Don Giovanni se niega de una forma tan categórica que el espectador sabe que él mismo es capaz de una cerrazón tan rotunda.

A Dios le cuesta el ser humano mucho sudor, bueno, le cuesta la muerte. A Cristo resucitado le es más fácil traspasar las paredes de piedra de las canteras de Jerusalén para encontrarse con los doce, que remover sus corazones. Las decisiones humanas son implacables. El mayor trabajo del Espíritu Santo es convertir el espíritu del hombre. Sin duda. Por eso ahora es tiempo de permeabilidad. La profesora de piano siempre advierte a su pupilo, “no cojas vicios de interpretación, vuelva a empezar”. Porque cuando el interprete se agarra a un vicio le será difícil quitárselo de encima. Lo mismo el corazón que se empeña con los bienes que no son Dios.

Ya digo, es tiempo de un corazón permeable ante el sagrario.