• El amor al enemigo constituye el aspecto más genuino de la propuesta evangélica que nos descubre como el amor de Dios que nos ofrece para ser acogido en nuestro corazón y para ser realizado desde nuestra libertad, supera toda lógica que llamamos humana, pero que en realidad esta dañada por el pecado original y que, de algún modo, correspondería a esa “sabiduría de este mundo” que es “necedad ante Dios”, tal y como nos explica San Pablo en la Primera Carta los Corintios que hemos escuchado.
  • El amor al enemigo tiene un único fundamento: que es “puro amor de Dios” porque Dios nos ama aunque nos enemistemos con él. Como dice el Salmo 102, “El Señor es compasivo y misericordioso” y “no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas”.
  • El amor al enemigo no es extraño a la Ley de Dios. Lo que nos enseñó Moisés, lo encontramos en el Levítico, es “No te vengarás ni guardarás rencor” como exigencia del “amaras a tu prójimo como a ti mismo”.
  • Pero es Jesús en el Sermón de la Montaña, tal y como nos lo relata el Evangelio Según San Mateo, quien nos explica que aunque hayamos oído: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo” (los israelitas como un precepto que no estaba en las tablas de la ley y nuestros contemporáneos con la idea pagana que aún mantenemos de la justicia); Él nos dice: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian”.
  • La claridad del mandamiento de Jesús no permite ninguna duda. Pero suscita en nosotros tres preguntas: ¿Lo entendemos?, ¿lo aceptamos?, ¿lo vivimos? Más importante que venir a misa -“si al llevar tu ofrenda recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti vete primero a reconciliarte con tu hermano, y luego ve a presentar tu ofrenda ante el altar”, nos dice Jesús- si tuviéramos que medir el seguimiento a Jesús de los cristianos habría que distinguir:
  • los que no entienden esta propuesta extrema del amor de Dios,
  • los que lo entienden pero no la aceptan,
  • los que lo aceptan pero no lo viven,
  • y los que lo entienden, aceptan y viven.

Lo más inteligente es pedir con humildad la gracia de entender, de aceptar, y de vivir esta bienaventuranza, porque no podremos conocer a personas más felices que las que han conseguido amar a sus enemigos. Es el Caso del Cardenal Van Thuan, hoy en proceso de beatificación.

  • Tuve la suerte de poder presentar a Van Thuan en Madrid a los periodistas en su único viaje a España, en febrero de 2002.
  • Tras haber pasado 15 años de reclusión por la tremenda persecución religiosa de su país, Vietnam, el Cardenal Van Thuan nos dijo con una voz suave y firme, que «no hay paz sin justicia y sin perdón, pero sobre todo no puede haber paz estable, sino se alcanza la reconciliación, cuando el perdón se pide y se da mutuamente».
  • Tomando en sus manos la cruz pectoral nos la enseño diciendo: «esta cruz hecha con la madera que me dejaron cortar los carceleros, y esta cadena, hecha con el alambre que rodeaba la prisión, es el signo de que un amor como el de Cristo en la Cruz conquista los corazones, y vence al mal, como conquistó mi amor el corazón de aquellos guardias que se jugaban la vida ayudándome a labrar esta cruz».
  • De hecho, constantemente tenían que cambiarle a sus guardias porque “los contaminaba” con su testimonio evangélico. En una ocasión ellos le preguntaron: “¿Usted nos ama a pesar de que le hemos hecho daño?”. Él les respondió: “Sí, claro que los amo, aunque me maten, porque Jesús me ha enseñado a amar a todos, también a los enemigos. Y si no lo hago, no soy digno de llevar el nombre de cristiano”.
  • Se quitó el pectoral, y lo puso en mis manos delante de aquellos periodistas y de aquellas cámaras. Pestañeaba cada vez que se disparaba un flas, y en ese momento se dispararon muchos. Miraba sus pequeños ojos al darme ese pectoral. Yo preferí mirarlo a él y escucharle que bajar la mirada para ver esa cruz que, por un instante pensé, sería sin duda la reliquia de un santo, el signo de la vida que vence a la muerte, la paz que vence a la violencia, el perdón que sustituye la venganza, un don de Dios, que acogiéndolo no hace capaces de llegar a amar como Él, y por tanto, de llegar a amar a nuestros enemigos.