Iba yo pidiendo de puerta en puerta por el camino de la aldea, cuando tu carro de oro apareció a lo lejos como un sueño magnífico. Y, yo me preguntaba maravillado, quién sería aquel Rey de reyes. Mis esperanzas volaron hasta el cielo, y pensé que mis días malos se habían acabado. Y me quedé aguardando limosnas espontáneas, tesoros derramados por el polvo. La carroza se paró a mi lado. Me miraste y bajaste sonriendo. Sentí que la felicidad de la vida había llegado al fin. Y de pronto, tú me tendiste tu diestra diciéndome: “¿Puedes darme alguna cosa?”. ¡Qué ocurrencia de tu realeza! ¡Pedirle a un mendigo! Yo estaba confuso y no sabía qué hacer. Luego saqué despacio de mi saco un granito de trigo y te lo di. Pero, qué sorpresa la mía cuando, al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué amargamente lloré por no haber tenido corazón para dártelo todo! ¿A qué eres más dado: a pedir o a ofrecer, a recibir o a dar, a pensar en lo que tú necesitas o a pensar en lo que necesitan los demás?

La experiencia que narra este cuento del gran escritor indio Rabindranath Tagore es universal: muchos se han encontrado en su vida con un “Rey de reyes”. Algunos ni siquiera le han dado tiempo para qué él les pidiese algo, abrumados por pedirle a él. Otros, como el del cuento, han sido tacaños para dar, y por tanto también para recibir. Pero otros han sido muy, pero que muy generosos en el dar, y por tanto muy agraciados en el recibir.

Fuera cuentos, en la historia real de la humanidad y en la historia real de tu vida, un Rey se ha hecho el encontradizo en tu vida, y te ha dicho, y me ha dicho, y nos ha dicho: “No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los coman ni ladrones que abran boquetes y roben”.