Al comienzo del Sermón de la Montaña del que hemos ido leyendo diversos párrafos a lo largo de la liturgia de la Palabra de esta semana, Jesús, en las bienaventuranzas, nos habla del pobre de espíritu, aquel que pone toda su confianza en Dios, no en sus propias capacidades, méritos y trabajos, sabiendo que el amor de Dios es siempre mucho más grande que sus afanes, ocupaciones y preocupaciones.

Hoy escuchamos uno de los textos más hermosos del Evangelio, en el que Jesús nos compara con los lirios y los pájaros, y nos invita como ellos a dejarnos amar por él, a confiar en ella, porque es él quien los hace bellos, felices, despreocupados, igual que a nosotros. Casi se ha relacionado esta libertad de espíritu, este desprendimiento y desapego, con respecto a las cosas materiales (Dios padre los alimenta….), pero el cénit de esta invitación de Jesús es aún más profundo: se trata también de no dejarnos caer en la desilusión y menos en la desesperación ante los infortunios de la vida, sino que, también como los lirios y los pájaros, confiar sólo y completamente en Él. Tres textos de tres autores espirituales nos ayudan a adentrarnos en esta experiencia:

El primero es del físico y teólogo polaco Slawomir Biela, del Movimiento Familias de Nazaret, que en su libro “Abrir de par en par”, dice que “si quieres poseer Todo, es decir, unirte totalmente a Dios, tienes que aceptar perder todo lo que no es Él. Las cosas que en este camino puedas perder son sólo ilusiones, sueños de poder creados por tu orgullo. Al consentir perderlos, alcanzas al mismo Dios. Él espera que aceptes el despojamiento que te hace débil e incapaz de defenderte por más tiempo de su Amor. Cuando al experimentar tu flaqueza comiences a buscar ayuda, escucharás la llamada de Aquel que, al atravesar los límites de tu mundo, desea salvarte. Dios no quiere que busques nada fuera de Él mismo. Por eso, su llamada está presente en tus derrotas, desengaños y desilusiones. Él los produce o los permite, para que descubras que su voluntad debe ser todo para ti”.

El segundo es de Chiara Lubich, mística del siglo XX, fundadora del Movimiento de los Focolares, que en su libro “Meditaciones”, también nos dice: “Si un alma se da sinceramente a Dios, Él la trabaja. Dolor y amor son la materia prima de este juego divino. Dolor para ahondar abismos en el alma. Amor para suavizar el dolor, y un amor que, además, llena el alma, dándole el equilibrio de la paz. El alma se da cuenta de que está bajo la poderosa mano de Dios y permanece en silenciosa espera contemplando, aunque sea entre lágrimas, la obra del Amado. Pero a veces Dios trabaja el alma hasta un punto en que ésta es triturada por desgarros más dolorosos que la muerte. Ya no siente ayuda ni apoyo espiritual de nadie. Para ella toda la tierra se ha convertido en un inmenso desierto. Entonces nace un milagro nuevo, una fe sin límites, una confianza desesperada en ese Dios que, para prepararla para el Cielo, permite sus dolores y sus noches: y se inicia entre Dios y el alma un coloquio nuevo que sólo Dios y el alma conocen. Ella dice: Señor, tú ves que estoy rodeada de tinieblas de muerte. Tú adviertes la extrema incertidumbre de mi espíritu y sabes que nadie parece poder tranquilizarlo. Cuida tú de mí. Yo me fío de ti. Y mientras espero llegar a la Vida, trabajo para ti, por los intereses del Cielo. Es como la corola de una flor que se ha abierto al amor de Dios y que, separada del tallo, sube hacia el sol, cada vez más cerca de su luz y de su calor. Hasta que, en el momento establecido por Dios, se confunda con Él, ya nunca más insegura y sola, sino serena para siempre en el mar infinito de paz que es Dios.”

Y el tercero es de Carlos de Foucauld, aquel derrochador y aventurero, que se convirtió al catolicismo en un encuentro “cara a cara” con Dios en una confesión, después de vivir con los seguidores del Islam en el norte de África. Desde entonces, su objetivo fue evangelizar las regiones olvidadas de Marruecos y construir una fraternidad donde acoger a todos, sin distinción. No lo logró en vida: murió sólo víctima de un asalto de rebeldes. Su oración más famosa ha llevado el consuelo a millones de personas: “Padre, me pongo en tus manos. Haz de mi lo que quieras. Sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas las criaturas. No deseo nada más, Padre. Te confío mi alma, te la doy con todo el amor de que soy capaz. Porque te amor y necesito darme a ti, ponerme en tus manos, sin limitación, sin medida, con una confianza infinita, porque tu eres mi Padre. Amén”.