Comentario Pastoral

PREGONEROS DE LA PAZ

Los textos de este domingo están en la clave del camino de Jesús hacia Jerusalén para cumplir su misión mesiánica. El camino de Jesús es el camino de los cristianos. Por eso él, que era el Enviado de Dios, envió a 72 discípulos. Este número tiene su importancia, pues debe ser interpretado como explícita significación de universalidad. Según el modo de pensar de los antiguos, 72 eran los pueblos que habitaban la tierra.

El envío de Jesús es universal, el anuncio de su Reino es para todos, su salvación alcanza a la humanidad entera. Todo cristiano es un enviado al mundo para predicar el Evangelio no solo con palabras, sino también con los gestos y las actitudes que dan credibilidad: la pobreza, la generosidad, el desinterés y la renuncia, que más que virtudes son signos de la disponibilidad hacia el don de la salvación que Dios ofrece a todos y que debemos traspasar a los demás.

Lo primero que hay que comunicar es la paz. En un mundo crispado, en una sociedad agresiva, en un ambiente violento la oferta de paz es siempre válida y actual. El hombre pacífico es el más valiente, porque crea una convivencia más estable y transforma el interior violento de las personas. La principal tentación del cristiano es abandonar su misión pacificadora, ya que no ve frutos inmediatos ni resultados notorios en la sociedad que tiene otra escala de valores y otra moral. No hay que cambiar de anuncio, ni de eslogan, ni de casa. La constancia es la prueba de que se cree verdaderamente en el hombre, incluso en el que oprime, aplasta o mata. Necesariamente, el testimonio cristiano es una pacificación total, un estar siempre abierto al diálogo, para liberar de fatigas y de opresiones violentas. La paz, como el Reino de Dios, siempre está cerca.

Los 72 discípulos volvieron alegres. La alegría es la atmósfera en que está bañada la vida de los que siguen a Jesús. Es una alegría particular, pero auténtica, pues se llega a ella a través de la cruz, como proclama San Pablo con orgullo en la epístola.

El creyente es siempre misionero, pregonero de la paz. La Iglesia está siempre en permanente estado de misión. El misionero es el hombre de la Palabra, que anuncia la salvación integral, la alegría, el amor de Dios. La misión cristiana es un carisma, no una operación de promoción socio-política.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 66, 10-14c Sal 65, 1-3a. 4-5. 16 y 20
san Pablo a los Gálatas 6, 14-18 san Lucas 10, 1-9

 

de la Palabra a la Vida

El nacimiento de la primavera, con sus luces, olores y colores, el estallido de vida que trae el frescor de los nuevos tiempos, es anunciado en febrero con los almendros en flor, que soportan el frío con la esperanza del calor venidero, creador, esperanzador. En su belleza se anuncia otra mayor, más intensa, que ya puede prepararse, con intensa alegría y acción de gracias, porque es, como Jesús ya mostraba el domingo pasado, imparable. Las luces, las flores, la alegría, son signo de lo imparable del desarrollo del Reino.

Por eso anima a la esperanza el anuncio que el profeta Isaías hace a su pueblo en la primera lectura, que no se dirige a los deportados de Israel, aquellos que en el exilio esperaban el momento de volver a la tierra de sus padres, sino, seguramente, a aquellos que ya regresaron del exilio y, de nuevo en Jerusalén, se esforzaban cada día por reconstruir el país, entre las dificultades internas y las amenazas externas.

En esa situación el profeta les dice: » ¡Alegraos! ¡Festejad a Jerusalén los que por ella llevasteis luto! » La alegría viene motivada porque el Señor les dará la paz, la fecundidad, el consuelo, que volverá a hacer de ellos algo grande. Mejor aún, algo nuevo: «Voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva».

Esa situación de felicidad para Israel sirve a la Iglesia para interpretar y proponernos el evangelio de hoy: ¿Cuál tiene que ser la razón de la alegría de los discípulos que han sido enviados a profetizar el Reino de Dios y han vuelto? Responde el Señor: «no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo». La alegría no viene porque han vencido en su lucha, sino porque ellos son el principio de algo nuevo, aquellos que serán ciudadanos del cielo. Ahora sí que se cumple la profecía de Isaías. Estos son los que tienen más razón para alegrarse, porque ellos forman la nueva Jerusalén. No está en los éxitos particulares de unos u otros la felicidad. Está en el Reino nuevo que están instaurando, aunque aún no lo vean.

Por eso cuando la Iglesia se reúne cada domingo, lo hace para descubrir aquello que los discípulos aún no veían en el evangelio: «Venid a ver las proezas del Señor, las maravillas que hace en favor de los hombres», nos dice el Salmo. La Iglesia se encuentra y cada domingo proclama, anuncia, las maravillas de Dios en el anuncio de su Palabra. También en el don maravilloso de la Eucaristía. En tercer lugar, agradece a Dios las proezas que hace con su brazo en nuestra vida. Así, mostrándonos lo que Dios hace aquí y allá, en nuestra vida y en el cielo, su poder entre los hombres de ayer y de hoy, su dominio sobre la historia para siempre, nos anima a no buscar aquí un éxito que a menudo no sucede. Si lo vemos, bien, pero si no, no nos engañemos: alegraos porque vuestra vida evangélica hace que vuestros nombres ya estén inscritos en el cielo.

En nuestra confesión de la Palabra de Dios, en nuestro trabajo por el evangelio, en nuestra vida de discípulos, nuestros nombres están en el cielo con letras de oro. La felicidad eterna se trabaja y se realiza a veces entre pequeñas felicidades terrenas, temporales, pero a veces no. A veces no hay nada, nada nuestro, nada de qué presumir, nada que entender.

Puede ser buen momento para preguntarnos qué es lo que nos consuela en la vida, si los consuelos momentáneos o los eternos prometidos, si los que vemos y palpamos, o los que no podemos intuir pero sí creer. Nuestro trabajo por la Palabra de Dios se hace cada día, pero lo que construimos no tiene por qué verse aquí: está en el cielo nuevo por el que trabajaron los discípulos.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Ciertamente, la Eucaristía dominical no tiene en sí misma un estatuto diverso de la que se celebra cualquier otro día, ni es separable de toda la vida litúrgica y sacramental. Ésta es, por su naturaleza, una epifanía de la Iglesia, que tiene su momento más significativo cuando la comunidad diocesana se reúne en oración con su propio Pastor: «La principal manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación plena y activa de todo el Pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto a un único altar, que el Obispo preside rodeado de su presbiterio y sus ministros». La vinculación con el Obispo y con toda la comunidad eclesial es propia de cada liturgia eucarística, que se celebre en cualquier día de la semana, aunque no sea presidida por él. Lo expresa la mención del Obispo en la oración eucarística.

La Eucaristía dominical, sin embargo, con la obligación de la presencia comunitaria y la especial
solemnidad que la caracterizan, precisamente porque se celebra «el día en que Cristo ha vencido a
la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal», subraya con nuevo énfasis la propia dimensión eclesial, quedando como paradigma para las otras celebraciones eucarísticas. Cada comunidad, al reunir a todos sus miembros para la «fracción del pan», se siente como el lugar en el que se realiza concretamente el misterio de la Iglesia. En la celebración misma la comunidad se abre a la comunión con la Iglesia universal, implorando al Padre que se acuerde «de la Iglesia extendida por toda la tierra», y la haga crecer, en la unidad de todos los fieles con el Papa y con los Pastores de cada una de las Iglesias, hasta su perfección en el amor.


(Dies Domini 34, Juan Pablo II)

 

Para la Semana

 

Lunes 8:

Gen 28,10-22a. Vio una escalinata apoyada, y ángeles de Dios subían y bajaban, y Dios
hablaba.

Sal 90. Dios mío, confío en ti.

Mt 9,18-26. Mi hija acaba de morir, pero ven tú, y vivirá.
Martes 9:

Gn 19,15-29. El Señor hizo llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra.

Sal 25. Tengo ante los ojos, Señor, tu bondad.

Mt 8,23-27. Se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma.
Miércoles 10:

Gen 41,55-57; 42,5-7a. 17-24a. Estamos pagando el delito contra nuestro hermano.

Sal 32. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti.

Mt 10,1-7. Id a las ovejas descarriadas de Israel.
Jueves 11:
San Benito, abad. Fiesta.

Prov 2,1-9. Abre tu mente a la prudencia.

Sal 33. Bendigo al Señor en todo momento.

Mt 19,27-29. Vosotros, los que me habéis seguido, recibiréis cien veces más.
Viernes 12:

Gen 46,1-7.28-30. Puedo morir, después de haber contemplado tu rostro.

Sal 36. El Señor es quien salva a los justos.

Mt 10,16-23. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre.
Sábado 13:

Gen 49,29-32;50,15-26a. Dios cuidará de vosotros y os llevará de esta tierra.

Sal 104. Los humildes buscad al Señor y revivirá vuestro corazón.

Mt 10,24-33. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo.