Jesús pasó y le llamó. Seguramente no faltó la sorpresa ni en el recaudador de impuestos ni en los que le rodeaban. Pero se levantó de inmediato y se fue tras él. No hubo grandes persuasiones; no hicieron falta discursos ni se intercambiaron demandas y promesas. Sólo una palabra: “Sígueme”. Y como impulsado por un resorte oculto en su interior aquel hombre se levantó de la mesa, descuidó las ocupaciones que hasta entonces eran su vida, y lo siguió.

Pero el evangelio dice antes otra cosa y es que “vio Jesús a un hombre”. Y Mateo se vivo visto por Jesús. Sin duda todos nos miramos a nosotros mismos y quedamos encerrados en ese mundo de preocupaciones cotidianas, de deseos quizás grandes pero irrealizables, de problemas que nos atan a la obligación diaria,… Permanecemos entonces en la rutina de una vida que será más o menos agradable pero que nos hace sentirnos encerrados. Llega Cristo, pasa y nos ve y nos deja descubrirnos en su mirada. Una mirada que redimensiona totalmente nuestra vida y que nos muestra algo mucho más grande a lo que sólo es posible llegar si se va detrás de él: “Sígueme”. Mateo se levantó atraído por Cristo.

Quizás nos sucede en nuestra vida cristiana que hemos entrado en una rutina… Los días ya no tienen la variedad de colores de antes ni el corazón vibra de la misma manera. Estamos ahí sentados a la mesa cumpliendo con los procedimientos que conocemos bien pero sin intensidad ni emoción. Necesitamos sentir de nuevo la voz de Jesús en la que se contiene una mirada nueva sobre nuestra vida. En ella están el perdón y la misericordia; la ternura y la bondad; la posibilidad del cambio y la fuerza para realizarlo. Y vuelve a sonar la voz de aquel a quien ya seguimos desde hace tiempo que nos dice de nuevo: “Sígueme”.

Se dice que los publicanos tenían mala fama porque cobraban impuestos, entraban en componendas con el dominador extranjero, y quizás se pensaba que robaban. Así es nuestra vida en la que a base de falsos equilibrios intentamos sostenernos. Hasta que irrumpe Cristo y rompe todos los tratados, porque no ha “venido a llamar a los justos sino a los pecadores”. Caen las máscaras, se desvanecen las excusas, se acabaron los intercambios de halagos inmerecidos y el concursos de las apariencias. Jesús llega y descubre la vida en su verdad: la del pecado que hay en nosotros y que no vale la pena maquillar, y, sobre todo, la de su misericordia que nos embellece y nos transforma.

Jesús nos sigue llamando. Continúa pasando a nuestro lado como al de mateo el alcabalero, y nos invita a levantarnos de esa vida hecha a nuestra medida para seguirle en el camino se su medida. El coro de murmuración de los fariseos no debe desanimarnos. Quedan como el rumor de una vida, que pensábamos que era la vida, y que se desvanece porque en Jesús está la total novedad: Él cura a los enfermos, Él salva a los pecadores.